[Publicado en prensa digital de Castilla La Mancha el 5 de
noviembre de 2020.]
Confieso que me llevo muy bien con la
soledad, de la que me acompaño en mis largos paseos diarios. Compañía con la
que, mientras trabajo cierto tono físico y muscular, consigo organizar ideas y
pensamientos. Da igual que sean senderos naturales y parajes campestres, que el
molesto adoquinado o el irregular asfalto de una calle. El caso es estar
siempre en movimiento, siempre caminando, tanto física como mentalmente.
Cuando estoy en Madrid, el paseo
obligado es por el Retiro. Y allí es difícil no encontrarse con algunas de las
esculturas del recio palentino y no menos adusto -como buen toledano adoptivo-,
del olvidado Victorio Macho. No deja de sorprenderme cómo esculpió a Ramón y
Cajal, de forma reclinada, con toga, en la tradición más clásica de la imagen
de un maestro. De hecho, esa figura que observo mientras camino cerca y a paso
rápido, evoca la de un sereno y sabio Sócrates en la Atenas clásica.
Una cualidad, la de la sabiduría, que
sin duda une a ambos. Sin olvidarnos de que, como buenos maestros, ambos también
dedicaron mucho de su esfuerzo a la enseñanza. Recuerdo -mientras voy
circunvalando ese monumento a paso firme-, cómo el profesor Cajal se quejaba amargamente
de tener que enfrentarse con esos estudiantes de medicina que, ocupando la
parte más alta del aula magna, no paraban de hablar y de fumar, interrumpiendo
constantemente su meticuloso magisterio. Les reprochaba esa falta de interés, y
la necesidad del silencio y de la atención para que la clase fuese aprovechada
por quienes sí estaban interesados: invitándoles a abandonar el aula.
Se trata de una falta de interés por
aprender que, a día de hoy, se extiende en las aulas de los institutos a cada
vez más alumnos y en todos sus niveles. Son muchos los psicólogos de gabinete y
los psicopedagogos de despacho que apuntan, como su auténtica causa, a las
deficiencias formativas en técnicas de motivación de las que supuestamente
carece el profesorado. Diagnóstico que considero acertado en una proporción
bastante pequeña de casos.
La motivación es consecuencia de una
emoción que se despierta en nosotros, y que nos incita a realizar o mantener
una conducta. De ahí que la motivación tenga una vertiente intrínseca e
interna, que tiene que ver con la emoción con la que afronto esa situación; y
otra extrínseca o externa, que se relaciona con la emoción que me despierta
dicha circunstancia. En las clases del profesor Ramón y Cajal, los alumnos
deberían estar motivados intrínsecamente por poder recibir clases de un Premio
Nobel de Medicina, con una capacidad especial para el dibujo, con la que conseguía
hacer cercana y visual la histología. Pero ellos se desentendían de la clase,
porque no encontraban esa emoción dentro de sí, porque no se daba la motivación
intrínseca. De tal manera que, aunque el mismísimo Ramón y Cajal hubiese
acudido a clase desplegando las más variadas y modernas técnicas motivaciones
que podamos pensar (las extrínsecas), quienes careciesen de aquella otra
motivación intrínseca, seguirían descolgados de sus clases: aunque su profesor
fuese un mismísimo Premio Nobel.
Muchos de mis alumnos acuden varios
días de la semana a entrenar, donde físicamente se esfuerzan al máximo. Su motivación
es que cuenten con ellos para jugar el próximo partido. Pero, a pesar de tal
esfuerzo, su entrenador no siempre lo hace: y sin embargo ellos siguen
acudiendo al entrenamiento, esforzándose. Porque la motivación principal es la
que nace de una emoción interna, es la intrínseca. Da igual que se cambie de
entrenador, o qué piense o qué diga: porque el motivo de esa persona para
acudir a entrenar y esforzarse -aunque no sepa si contará con ella- es el de
querer demostrarle que el puesto de jugador es suyo.
Derrumbemos de una vez ese mito de la
motivación en el aula entendida de manera unilateral, cargando la culpa en la
actitud del profesor (motivación externa). Porque esa es la manera de tapar un profundo
problema social: la desidia que estamos sembrando en nuestros jóvenes frente al
esfuerzo por saber y aprender. Un profesor es un entrenador del intelecto, y el
alumno debe acudir al aula con la motivación intrínseca de querer esforzarse a
diario por aprender cada día.
Eugenio Luján Palma - FILÓSOFO
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