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domingo, 11 de agosto de 2024

EL RETO - 9. Sobre la consciencia de la consciencia

 

En el capítulo 3 puse de manifiesto nuestra condición de primates sociales, que debemos aceptar si realmente pretendemos entender nuestro actuar diario, en tanto que individuos pertenecientes a sociedades de diferentes tipos y grados. Aspecto que, además, considero indispensable si se quiere encontrar una ética que organice ese actuar desde principios universales.

Como tales, y tras un caminar evolutivo de seis millones de años, cada persona lleva una carga genética que condiciona su desarrollo fisiológico a lo largo de toda la existencia. Algunos de esos rasgos los compartimos con el resto de primates, más o menos cercanos, incluso con otros mamíferos. Nuestros cerebros, con una complejidad importante en ellos, fruto también de ese proceso evolutivo, tienen una semejante arquitectura interna. De ahí que respondamos de una forma muy parecida ante los acontecimientos que nos sobrevienen en nuestra vida diaria. El dolor, el miedo, la angustia, la tristeza, la alegría, … son emociones y sentimientos que brotan en circunstancias similares en los primates, pero también entre los mamíferos. Incluso la consciencia es un rasgo que se da en muchos de ellos: esa capacidad de reconocerse como individuos, diferentes al mundo en el que se vive, distintos de los objetos que contiene, frente a ellos y a los demás, con la posibilidad de tomar decisiones intencionales cuyas consecuencias -de forma directa o indirecta- les pueden afectar.

Sin embargo, los primates humanos poseemos un cerebro más encefalizado, con un lóbulo prefrontal dedicado a pensar; a valorar situaciones para elegir qué respuesta concretas dar en cada momento; a derivar posibles consecuencias futuras de realizar una acción o acciones determinadas; a deducir juicios nuevos poniendo en relación diferentes evidencias o ideas; a tomar decisiones que el sujeto considera más oportunas en ese momento concreto; a establecer y reconocer la aceptación de normas o decidir voluntariamente su no cumplimiento, …

Seguimos siendo territoriales y jerárquicos. Gustamos de marcar aquello que consideramos nuestro, resaltando que es nuestra posesión, y delimitando el acceso de los demás; defendemos denodadamente a familiares o amigos más cercanos; reconocemos la jerarquía, pero también imponemos la nuestra; realizamos ritos de cortejo para acceder sexualmente a quienes nos atraen, … El desarrollo de nuestra cultura nos ha llevado a tan altos niveles en la creación y uso de la tecnología, que llegamos a considerarnos como seres alejados del mundo natural: aunque, curiosamente, reproducimos en ella los mismos caracteres biológicos con los que la naturaleza nos determina. No solamente en la vertiente de los video juegos o en el de las redes sociales, que serían los ejemplos más obvios; sino, también, en la manera de diseñarla, y en la de organizar internamente la información de la que se vale para su funcionamiento.

Somos primates humanos muy encefalizados, que no solamente poseemos la consciencia de nuestro existir, de nuestra propia vida como diferente frente a todo lo que nos rodea: el sabernos distintos a todo y a todos los demás, y con capacidad de acción. Sino que somos conscientes de que el resto de personas poseen también esa consciencia de sí mismos. Apareciendo de esta forma una meta-consciencia, si se me permite denominarla así, que nos hace considerar a los otros también como individuos con entidad y posibilidad de acción propia, cuyas decisiones y actuaciones pueden afectar de diferentes maneras a los demás, o al medio.

Una meta-consciencia que -en último término-, remite al ámbito de la responsabilidad en las acciones de cada sujeto. Como somos conscientes de que todos -salvo enfermedad que lo impida- nos sabemos diferentes a la realidad y a los otros, con capacidad de tomar decisiones y llevar a cabo acciones que pueden que afecten a los demás y al propio medio, entonces aparece la responsabilidad (que ya no pertenece al ámbito de la consciencia, sino al de la conciencia moral).

Hay que tener en cuenta que no existe ninguna red neuronal en el cerebro donde resida la responsabilidad moral como tal. Esta surge siempre de las relaciones que establecemos conscientemente con los demás. Es desde el reconocimiento de la existencia individual y personal de los otros, otorgándoles la misma entidad con la que cada sujeto se reconoce a sí mismo como diferente a todo y a todos, de donde nace mi responsabilidad en los actos que realizo. Es, si se quiere, una consecuencia de nuestro cerebro social, de esa consciencia de la consciencia, y aparece en las personas desde el prístino reconocimiento del otro.

Todo esto nos conduce de nuevo al pensamiento de Aristóteles quien, al señalar a la ciudad, a la sociedad (a la polis), como el hábitat natural del ser humano, percibió la necesidad de establecer límites en nuestras acciones. Las personas buscan su mejor desarrollo, pero los intereses son diferentes en cada una, y cambian dependiendo de la situación en la que se encuentren. La sociedad se convierte en un conflicto de intereses constante y continuo, tanto entre sus individuos como entre los muy dispares grupos que la constituyen, donde cada cual lucha por conseguir lo que considera propio o que se merece: y, las más de las veces, al precio que sea. Pero si, tal como la entendió el estagirita, se trata del hábitat propio del ser humano, el único lugar en el que puede convertirse en persona desarrollando sus potencialidades, habrá que encontrar la manera de organizar la convivencia, de poner límites para encauzar las acciones que conlleven la realización de las personas, y no su aniquilación. Así, de la mano de Aristóteles, se alumbra una de las disciplinas más importantes y definitorias de la humanidad: la ética (de la que hizo depender la política).

Su función es establecer, por una parte, los principios adecuados que canalicen el comportamiento de todos los miembros de la sociedad, para contribuir a que mantengan una convivencia lo más enriquecedora posible, evitando conflictos y luchas cainitas que puedan acabar con el grupo social. Apela, así, al concepto de virtud, es decir: a determinar qué tipos de actos son los propiamente humanos, los que realizándolos -bien por el hábito o la práctica, bien porque así lo vislumbramos racionalmente-, nos acercan más al comportamiento de las personas y nos alejan de la animalidad (o nos diferencian de las divinidades)[1]. Y, por otra, identificar la consecución de ese objetivo (bien máximo o bien supremo), con el que cada persona que lo integra parece vivir en un estado de felicidad de mayor durabilidad.

La ética, pues, tiene su origen remoto en esa consciencia de la consciencia, porque -en tanto que los otros son reconocidos por cada sujeto también como personas independientes de la realidad, con capacidad de actuar intencionalmente sobre ella-, provoca que cada sujeto en concreto tenga que responsabilizarse de sus actos ante ellos. Momento en el que comenzará a desarrollarse la conciencia moral, uno de los elementos definitorios que configuran lo que he denominado el cerebro social.

Ya se ha mencionado cómo la solidaridad y la compasión nos hacen ser personas, ser seres humanos, diferentes del resto de primates, y de algún otro mamífero en especial (como los delfines, aunque sobre estos seguimos a la espera de estudios definitivos). Es cierto que, dentro de sus grupos sociales, aparecen conductas que calificaríamos de solidarias y compasivas con respecto a los demás. Lo que ocurre es que no son frecuentes, y si lo son están realizadas hacia miembros con los que el sujeto está directamente emparentado. Pues bien, detectar esos comportamientos que favorecen la convivencia, promoverlos entre los miembros de la sociedad, mantenerlos en el tiempo y proyectarlos a futuro enseñándoselos a las nuevas generaciones, es la función fundamentad de la ética, ese invento aristotélico.

Sin embargo, la historia de la evolución humana, su prehistoria más lejana y su historia más reciente, están fundamentadas en la lucha por la territorialidad y la jerarquía. Los diferentes homininos se enfrentaron tan encarnizadamente entre ellos, como luego lo hicieron los pertenecientes al linaje homo: los grupos de homo sapiens, además de relacionarse con los neandertales y generar una hibridación que genéticamente hemos heredado, combatieron por su hábitat hasta eliminarles.

Las guerras han acompañado al homo sapiens desde antes de existir como tal, y se han mantenido entre sus grupos tras mostrarse como la estirpe homo imperante. La prueba la tenemos a día de hoy en las crueles guerras que se mantienen vivas en territorios tan dispares como, por ejemplo, el de Ucrania o el de Palestina. De ahí que, visto desde la perspectiva evolutiva, no podamos hablar de poblaciones nativas en los diferentes puntos del planeta, porque toda su ocupación por el homo sapiens ha sido fruto de corrientes migratorias: provocadas por luchas, por guerras, por deterioro del hábitat, por la presión de la cultura dentro de los grupos humanos, por glaciaciones, ...

Evidentemente, todos los asentamientos humanos tienen una cronología. Se puede datar desde cuando comenzaron a serlo y hasta cuando lo fueron, y por quienes. Pero ello no conlleva que, quienes lo poblasen, fuese poblaciones autóctonas. Primero, porque evolutivamente lo que con ese concepto se quiere manifestar, nunca ha existido. Segundo, porque son muchos los lugares que fueron elegidos consecutivamente, no solo por grupos humanos diferentes, sino incluso con una concepción de la realidad opuesta, con una cultura muy distinta. Por tanto, una cosa es la cronología de los asentamientos, y otra la existencia de una población autóctona. Solamente considero con cierto sentido utilizar el concepto de poblaciones autóctonas, siempre que se las sitúe correlativamente al periodo temporal en que ocuparon ese asentamiento.

Tal como mantuve en el capítulo primero, somos una especie que hemos sobrevivido gracias a la mezcolanza genética y cultural, por tanto, no podemos querer encontrar “lo puro” en ella: porque ni existe ni ha existido nunca. Ello no es más que un mero artificio abstracto, una quimera intelectual, a la que apelan quienes quieren marcar la diferencia con respecto a otras personas, a otros grupos sociales o entre distintas culturas.

La búsqueda de una ética que canalice la convivencia dentro de los grupos sociales humanos, siempre opacada por la lucha presente en ellos desde esos instintos de territorialidad y jerarquía impresos en nuestra genética, es la respuesta que da el ser humano desde aquella intuición primigenia en la que consigue vislumbrar la consciencia de que todos tenemos consciencia.

 

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0



[1]De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre. Como aquel al que Homero vitupera: `sin tribu, sin ley, sin hogar´; porque el que es tal por naturaleza es también amante de la guerra, como una pieza asilada en el juego de damas.” Aristóteles: Política, Trad., intr. y notas Manuela García Valdés, Biblioteca Clásica Gredos, libro I, cap. 2, 9-10, p. 50.

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