¿Qué
es ser persona?, me pregunto. Si la persona es algo, como de hecho lo es, quizá
deberíamos poder reducirla a una definición que incluyese a todas y cada una de
ellas. A los cientos de miles de millones que han existido, a los ocho mil
millones de hoy en día, y los otros tantos cientos de miles de millones que
-esperemos- seguirán poblando la tierra en siglos venideros. Sin olvidar sus
muy diversas actividades, los más extravagantes deseos y extraños sueños que
persiguieron, y las muy dispares metas conseguidas o por conseguir, que
determinaron su forma de ser.
Una
definición tan amplia es muy complicada de encontrar. Siempre van a aparecer
elementos disonantes; notas con las que no todos estén de acuerdo; aspectos de
la vida humana que, para unos se quedarán fuera, mientras que para otros serán
determinantes y esenciales.
Teniendo
en cuenta esta dificultad, y sabiendo que a una persona se la puede definir por
lo que es, pero también por aquello que no es (nuestros enemigos también nos
definen, nuestras no-elecciones también son una característica de nosotros como
individuos), para aceptar una definición de qué sea el ser humano, me decanto
por resaltar aquello que no tenemos. Asumo, pues, la idea de que, si somos
algo, toda persona es un ser carente.
Como
ocurre en otros campos y en la mayoría de las disciplinas humanas, la sencillez
puede conseguir maravillas. Y en este caso, con solamente dos palabras: somos
carentes, considero resuelto uno de los grandísimos interrogantes de la
humanidad, y que durante siglos ha sido una pre-ocupación, una tarea no
conclusa, llena de escollos y de problemáticas derivadas, con las que luego fue
muy complicado lidiar.
Somos
carentes porque nos faltan siempre cualidades por
completar, por conseguir en diferentes grados. Y, sobre todo, porque ni nos
damos a nosotros mismos la vida para existir, ni tampoco somos dueños de
nuestra muerte, entendida como desaparición total. Procedemos de la interrelación
de dos personas que resuelven (de alguna manera) unir sus destinos; o de la
decisión libre de una mujer que decide ser madre de la forma que considere.
Nuestra existencia, nuestra venida a este mundo, no está en nuestras manos:
dependemos de las decisiones de otros, y así podríamos seguir ascendiendo e
investigando en nuestro árbol genealógico. Somos, existimos, porque otros han
querido que así sea.
Pero,
lo mismo ocurre con la muerte. Tampoco somos libres para decidir sobre ella. Ni
siquiera el que se suicida elige la muerte; ni tampoco lo hace quien, en un
momento consciente y cabal de su existencia, solicita la eutanasia. Como mucho,
podremos afirmar que la adelantan, que la programan. Porque, una vez que
existimos, nadie puede elegir entre la vida y la muerte, en tanto que la muerte
forma parte de la vida. Solo muere quien vive, quien existe. Y esto es un
principio vital insalvable, tautológico. Pero es que, además, se da la
circunstancia de que incluso tras nuestra muerte biológica, seguiremos
existiendo durante varias generaciones (los más humildes), o durante siglos
(las personas más insignes de nuestras sociedades) en el recuerdo que, de
nosotros, guarden y revivan los demás. Y sobre esto, tampoco cada uno de nosotros
tiene poder alguno.
Es una
reflexión que, además de curiosa, me parece necesaria. Todo ser humano, en
tanto que individuo concreto, ha dependido, depende y dependerá de otras
personas. Es una relación de necesariedad respecto del prójimo, del próximo,
del cercano, que es imposible de deshacer. Es, pues, un dato fehaciente el que
siempre dependemos de los demás. Que somos y seremos seres en tanto que estamos
en relación con otros, con los otros, ya sean familiares, amigos más o menos
cercanos, compañeros, conciudadanos o simplemente seres humanos con los que
compartimos en un momento determinado un espacio y un tiempo.
La
teoría de la relatividad en física comienza al poner el énfasis en la nula
existencia de un marco absoluto de referencia. Pues bien, considero que lo mismo
ocurre en el campo de las ciencias sociales: de la antropología, la etnología,
la sociología, la ética, la moral, la política, la psicología, … No hay un
marco de referencia desde el que “ser, ser humano”; no existe una naturaleza
humana previa de la que nos desgajemos nosotros, como pretendía aquel antiguo y
metafísico principio de individualidad. No somos secciones individuales de un
todo al que se llama humanidad. Sino más bien lo contrario: cada persona, en
tanto que ente singular y concreto, se constituye, se construye y se realiza constantemente,
día a día, decisión a decisión. Eso sí, desde el límite insalvable, constituida
como constante dentro del mundo de las ciencias sociales, de la sociabilidad
humana: todo acontece en el ser humano, desde su mismísimo nacimiento
hasta su propia muerte, en contacto con el otro, con el próximo, con los demás.
Un contacto
que le permite a cada persona ir descubriendo eso que está siendo ahora, o lo
que le gustaría llegar a ser. Además, desde ese movimiento en construcción
constante es capaz de valorar las actitudes y comportamientos de los otros, los
pensamientos y las acciones de quienes le rodean. Y así, calcular a su vez sus
propias elecciones, calificar sus consecuencias, y proponerse metas a futuro
que, según su perspectiva, puedan mejorar el desarrollo de la construcción
constante como persona concreta e individual que es; así como optimizar las múltiples
esferas sociales en las que cada uno desarrolla su propia existencia.
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0