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viernes, 19 de julio de 2024

EL RETO - 2. ¿Dónde somos?

 

Hace décadas, incluso siglos si hablamos del empirista Hume, que ya se propuso la no existencia de una naturaleza humana, que nos determine. Ese telos, esa finalidad hacia la que deberíamos tender y avanzar cada individuo, en tanto que pertenecientes a la especie humana, para actualizar las potencialidades con las que nacemos, hace mucho tiempo que además de ser cuestionada, fue abandonada. Consideramos hoy que a lo que se le ha denominado así durante siglos, no era más que un recopilatorio de aptitudes pero también actitudes, acciones y comportamientos estandarizados, generalizaciones filtrados las más de las veces por el tamiz de una visión eurocéntrica y occidentalista. Quizá nuestra característica más propia no deje de ser la que apuntó Heidegger para el dasein: ser abierto al mundo. Y, en consecuencias, como vengo defendiendo: siempre carentes.

De no existir una naturaleza humana que nos dirija en nuestro desarrollo, ¿cómo saber cuál debe ser nuestro progreso óptimo? ¿No hay, entonces, un criterio para distinguir entre las elecciones más adecuadas? Sin referencias, ¿“todo está permitido”, como anunció Dostoievski? Es más, ¿se puede hablar de “progreso” ante una especie cuyos individuos deben “quehacerse” -como proclamaba Ortega y Gasset- cada uno por su cuenta (dirigidos al menos por la razón vital)? ¿Habrá algún criterio común que nos permita establecer líneas delimitadoras de lo permitido o no, de lo que nos enriquece o empobrece, en nuestro inacabado “quehacer” constante?

A estas y otras cuestiones parecidas, que podemos resumir en cuáles son las condiciones en las que debe darse nuestra existencia en tanto seres carentes que somos para nuestro desarrollo más óptimo, les encuentro una explicación también muy sencilla. Pero, para desarrollarla volveré a los principios básicos de la física contemporánea, la de la relatividad. Teoría que, como ya comenté, se cimenta en la negación de marcos absolutos de referencia. No existe un marco único de referencia universal para determinar el movimiento de las partículas; sino que es la relación de esta con otras que están a su alrededor, la que lo determina. Sin embargo, sí que establece un límite al propio universo: la velocidad de la luz. Ninguna partícula con masa puede superarla: nada que tenga masa puede, en este universo nuestro, desplazarse a una velocidad mayor que la de la luz. Precisamente, por la correspondencia entre esta y aquella: porque la masa aumenta exponencialmente a medida que se acerca a tal límite, lastrando así cada vez más esa velocidad que pretende conseguir.

Esta interpretación relativista del universo la aplico al universo social y cultural humano. En forma de analogía, de la ciencia física se puede pasar a las ciencias sociales. Para comprender al ser humano o, mejor dicho: para entendernos todos y cada uno de nosotros, como personas que somos, debemos hacerlo desde la existencia de un marco relativo, que está siempre en continuo movimiento, y que no es otro que ese conjunto de personas con las que formamos grupos de diferente amplitud y con muy distintos objetivos. Su graduación y clasificación es muy amplia: yendo desde aquellos que son más próximos a nosotros (donde cabe el de la comunidad de vecinos, el del barrio, el del trabajo, el del equipo de futbol …); hasta esos otros más externos, en los que se conforman sociedades en sus diferentes niveles: poblacionales, provinciales, de comunidades autónomas, del propio país o de carácter supranacional. Diferentes ámbitos de un universo social, donde la posición de cada uno, su actividad y grado de complicidad siempre será determinada en función de la de los demás miembros.

Afirmo, pues, que el marco de referencia en el universo de las ciencias sociales son siempre los otros en conjunto, en tanto que con ellos comparto un espacio concreto social. Mi relación respecto a ellos es la que va a definir mi posición. Algo que, recíprocamente, afectará a un número concreto de ellos, dependiendo de las distintas interacciones y sus correlaciones. De ahí la importancia de que estas se den, y de que se desarrollen desde unas condiciones determinadas, dentro de los diferentes grupos que puedan conformarse.

Porque, el universo social también se encuentra dominado por un límite. Un límite, un determinante, que encauza cualquier acción, decisión, actitud o aptitud que una persona quiera desarrollar en tanto que constantemente debemos “hacernos” en perenne contacto con los demás. Si en el universo físico este es el de la velocidad de la luz, en el universo social no es otro que la posibilidad de la sociabilidad humana.

No existe una naturaleza humana predeterminada a la que se nos obligue a tender, caminar, progresar. Pero sí existe un condicionante para considerar oportuna una conducta; para estimar que una persona se está construyendo óptimamente; para elegir qué aptitud potenciar, qué valores fomentar y perseguir. La calidad y pervivencia de los grupos humanos, dentro de los cuales nos vemos obligados a desarrollarnos como personas, vienen determinados por ese límite: el de la posibilidad de la sociabilidad humana. Digamos que sería ese criterio desde el que dictaminar si las elecciones -en ese constante “hacernos” en el que vivimos-, son consideras como óptimas para el adecuado desarrollo de cada persona y de su entorno social.

No se trata de afirmar que todos somos seres sociales por naturaleza, y como la naturaleza es finalidad, debemos tender al desarrollo de la sociedad para actualizar nuestras potencialidades, como propuso Aristóteles desde su concepción teleológica. Sino de partir de un hecho ya comentado: nacemos y vivimos en un estado de carencia, que tenemos la posibilidad de ir restaurando desde el apoyo en los demás. Y esto no es una obligación, puesto que cada persona se realiza desde su libertad, sino que es una opción que se nos ofrece. Cuanto más nos apoyemos en todo aquello que desarrolla conductas de integración en un grupo, de respeto al otro, de cuidado del desvalido, de solidaridad frente a cualquier problema común o personal, más estaremos eligiendo por desarrollar unas aptitudes que favorezcan la mejor supervivencia del grupo, y por ende de sus componentes.

Pero, repito para que quede clara mi propuesta, esto es una decisión personal de cada individuo, de cada persona, de cada miembro de toda sociedad (sea del tipo o grado que sea), de cada ciudadano. Es una posibilidad que está en nuestro universo de posibles acciones, y está en manos de cada uno el decidir por cuál elegir: por eso los grupos y sociedades son diferentes, y por eso también dinámicos, con cambios continuados. Una posibilidad que, a su vez, recae en las sociedades como conjunto, porque desde las estructuras educativas y formativas pueden mostrar la diferencia que supone el optar por unos u otros, tanto para el beneficio o perjuicio del desarrollo personal como el de la propia comunidad.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

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