Hace
décadas, incluso siglos si hablamos del empirista Hume, que ya se propuso la no
existencia de una naturaleza humana, que nos determine. Ese telos, esa
finalidad hacia la que deberíamos tender y avanzar cada individuo, en tanto que
pertenecientes a la especie humana, para actualizar las potencialidades con las
que nacemos, hace mucho tiempo que además de ser cuestionada, fue abandonada.
Consideramos hoy que a lo que se le ha denominado así durante siglos, no era
más que un recopilatorio de aptitudes pero también actitudes, acciones y
comportamientos estandarizados, generalizaciones filtrados las más de las veces
por el tamiz de una visión eurocéntrica y occidentalista. Quizá nuestra
característica más propia no deje de ser la que apuntó Heidegger para el dasein:
ser abierto al mundo. Y, en consecuencias, como vengo defendiendo: siempre
carentes.
De no
existir una naturaleza humana que nos dirija en nuestro desarrollo, ¿cómo saber
cuál debe ser nuestro progreso óptimo? ¿No hay, entonces, un criterio para distinguir
entre las elecciones más adecuadas? Sin referencias, ¿“todo está permitido”,
como anunció Dostoievski? Es más, ¿se puede hablar de “progreso” ante
una especie cuyos individuos deben “quehacerse” -como proclamaba Ortega
y Gasset- cada uno por su cuenta (dirigidos al menos por la razón vital)?
¿Habrá algún criterio común que nos permita establecer líneas delimitadoras de
lo permitido o no, de lo que nos enriquece o empobrece, en nuestro inacabado “quehacer”
constante?
A
estas y otras cuestiones parecidas, que podemos resumir en cuáles son las
condiciones en las que debe darse nuestra existencia en tanto seres
carentes que somos para nuestro desarrollo más óptimo, les encuentro
una explicación también muy sencilla. Pero, para desarrollarla volveré a los
principios básicos de la física contemporánea, la de la relatividad. Teoría que,
como ya comenté, se cimenta en la negación de marcos absolutos de referencia.
No existe un marco único de referencia universal para determinar el movimiento
de las partículas; sino que es la relación de esta con otras que están a su
alrededor, la que lo determina. Sin embargo, sí que establece un límite al
propio universo: la velocidad de la luz. Ninguna partícula con masa puede
superarla: nada que tenga masa puede, en este universo nuestro, desplazarse a
una velocidad mayor que la de la luz. Precisamente, por la correspondencia
entre esta y aquella: porque la masa aumenta exponencialmente a medida que se
acerca a tal límite, lastrando así cada vez más esa velocidad que pretende
conseguir.
Esta
interpretación relativista del universo la aplico al universo social y cultural
humano. En forma de analogía, de la ciencia física se puede pasar a las
ciencias sociales. Para comprender al ser humano o, mejor dicho: para
entendernos todos y cada uno de nosotros, como personas que somos, debemos
hacerlo desde la existencia de un marco relativo, que está siempre en continuo
movimiento, y que no es otro que ese conjunto de personas con las que formamos
grupos de diferente amplitud y con muy distintos objetivos. Su graduación y
clasificación es muy amplia: yendo desde aquellos que son más próximos a
nosotros (donde cabe el de la comunidad de vecinos, el del barrio, el del
trabajo, el del equipo de futbol …); hasta esos otros más externos, en los que
se conforman sociedades en sus diferentes niveles: poblacionales, provinciales,
de comunidades autónomas, del propio país o de carácter supranacional.
Diferentes ámbitos de un universo social, donde la posición de cada uno, su
actividad y grado de complicidad siempre será determinada en función de la de
los demás miembros.
Afirmo,
pues, que el marco de referencia en el universo de las ciencias sociales
son siempre los otros en conjunto, en tanto que con ellos comparto un
espacio concreto social. Mi relación respecto a ellos es la que va a definir mi
posición. Algo que, recíprocamente, afectará a un número concreto de ellos,
dependiendo de las distintas interacciones y sus correlaciones. De ahí la
importancia de que estas se den, y de que se desarrollen desde unas condiciones
determinadas, dentro de los diferentes grupos que puedan conformarse.
Porque,
el universo social también se encuentra dominado por un límite. Un límite, un
determinante, que encauza cualquier acción, decisión, actitud o aptitud que una
persona quiera desarrollar en tanto que constantemente debemos “hacernos”
en perenne contacto con los demás. Si en el universo físico este es el de la
velocidad de la luz, en el universo social no es otro que la posibilidad de
la sociabilidad humana.
No
existe una naturaleza humana predeterminada a la que se nos obligue a tender,
caminar, progresar. Pero sí existe un condicionante para considerar oportuna
una conducta; para estimar que una persona se está construyendo óptimamente;
para elegir qué aptitud potenciar, qué valores fomentar y perseguir. La calidad
y pervivencia de los grupos humanos, dentro de los cuales nos vemos obligados a
desarrollarnos como personas, vienen determinados por ese límite: el de la posibilidad
de la sociabilidad humana. Digamos que sería ese criterio desde el
que dictaminar si las elecciones -en ese constante “hacernos” en el que
vivimos-, son consideras como óptimas para el adecuado desarrollo de cada
persona y de su entorno social.
No se
trata de afirmar que todos somos seres sociales por naturaleza, y como la
naturaleza es finalidad, debemos tender al desarrollo de la sociedad para
actualizar nuestras potencialidades, como propuso Aristóteles desde su
concepción teleológica. Sino de partir de un hecho ya comentado: nacemos y
vivimos en un estado de carencia, que tenemos la posibilidad de ir
restaurando desde el apoyo en los demás. Y esto no es una obligación, puesto
que cada persona se realiza desde su libertad, sino que es una opción que se
nos ofrece. Cuanto más nos apoyemos en todo aquello que desarrolla conductas de
integración en un grupo, de respeto al otro, de cuidado del desvalido, de
solidaridad frente a cualquier problema común o personal, más estaremos
eligiendo por desarrollar unas aptitudes que favorezcan la mejor supervivencia
del grupo, y por ende de sus componentes.
Pero,
repito para que quede clara mi propuesta, esto es una decisión personal de cada
individuo, de cada persona, de cada miembro de toda sociedad (sea del tipo o
grado que sea), de cada ciudadano. Es una posibilidad que está en nuestro
universo de posibles acciones, y está en manos de cada uno el decidir por cuál
elegir: por eso los grupos y sociedades son diferentes, y por eso también
dinámicos, con cambios continuados. Una posibilidad que, a su vez, recae en las
sociedades como conjunto, porque desde las estructuras educativas y formativas
pueden mostrar la diferencia que supone el optar por unos u otros, tanto para
el beneficio o perjuicio del desarrollo personal como el de la propia
comunidad.
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0