2. La intolerancia como origen de los
conflictos
La zona
designada como los Balcanes ha sido refugio de pueblos muy diversos a lo largo
de la historia (incluso de la prehistoria, como ya se explicó). Así han ido
surgiendo sociedades con idiomas, costumbres, religiones y sistemas
caligráficos diferentes, que compartían un lugar de asentamiento común, una
franja de terreno muy concreto. Una diversidad que en sí misma no es simiente
de odio ni conflicto, porque entonces la propia humanidad habría desaparecido
hace cientos de miles de años. Una diversidad que -como se ha visto en los
capítulos anteriores-, es una muestra precisamente de todo lo contrario: la
esencia de esta especie conocida como seres
humanos.
Sin
embargo, lo que ha tenido en común la historia de estos pueblos a principios
del siglo XX y en sus postrimerías, lo que ha llevado que la ciudad de Sarajevo
sea considerada en occidente como el primer capítulo y el epílogo del siglo XX,
el hecho de considerar a este conjunto de sociedades como polvorín o enjambre, está
en las decisiones que han tomado quienes ejercían el poder interno y externo a
ellas. Por una parte, las diferentes potencias han utilizado esa diversidad de
pueblos y sociedades que son los Balcanes, tanto a principios de siglo como en
su final, con el único interés de acrecentar su poder externo y buscar su
máxima cohesión interna. Era el caso del Imperio Otomano, el Austro-Húngaro, Rusia,
Reino Unido, Francia, Italia, cuyo juego de intereses y confrontación de
fuerzas les llevaron a crear tras la Gran Guerra el Estado artificial de
Yugoslavia, constituido por serbios, croatas, eslovenos, albaneses, macedonios,
montenegrinos y bosnios; juego de intereses que se repite en el fin de siglo
con potencias como Alemania, Francia, Reino Unido, Rusia y Estados Unidos. Pero
también, por otra parte, ese juego de intereses residía en los dirigentes de las
sociedades que componían los Balcanes, que veían en el florecimiento y
desarrollo de un nacionalismo excluyente la mejor forma de progresar en
política y acrecentar así su poder. Es el caso de las numerosas tensiones
vividas en la zona que llevaron a la revuelta popular de 1875, desembocando en
la guerra Ruso-Turca de 1877-78 cuyo fin obligó a la convocatoria del Congreso
de Berlín de 1878 por el resto de potencias, y que terminó por proyectarse en
la Primera y Segunda Guerra Balcánica; tensiones nacionalistas que detonaron el
asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa (heredero al trono
austríaco) el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, a manos de un joven
serbo-bosnio, Gavrilo Princip, dando origen al estallido de la Gran Guerra.
Unos sentimientos nacionalistas que volvieron a ser ondeados y manipulados por
las propuestas políticas de Slobodan Milosevic en busca de la Gran Serbia, y
que desembocaron en una serie de nuevas guerras en el seno de la Unión Europea
en el verano de 1991: las guerras yugoslavas o de los Balcanes.
Un
doloroso periplo de los pueblos ubicados en los Balcanes, donde el conflicto
vino buscado, alentado y desarrollado por intereses concretos externos de las
potencias internacionales del momento (aquellas que eran influyentes a
principios de siglo, o las que lo fueron después en su final); como por la
búsqueda de intereses también concretos por parte de personalidades con
capacidad de decisión o grupos de poder en esas sociedades y pueblos, que se
sirvieron del aliento nacionalista para conseguirlos. Toda esta circularidad de
la violencia en los Balcanes, que puede servir como uno de los muchos hilos
conductores para explicar el devenir del finiquitado siglo XX en occidente,
puede sintetizarse afirmando que Yugoslavia fue un Estado artificial creado por
intereses de las potencias internacionales del momento, que jugaron con los
intereses nacionalistas internos para conseguirlo. Y, a su vez, Yugoslavia se
deja descomponer como país por las nuevas potencias internacionales imperantes
en el fin de siglo, utilizando de nuevo el fanatismo nacionalista interno,
favoreciéndolo o provocando su repudio, en función del grado de consecución de
sus propios intereses en la zona.
Las
Guerras Yugoslavas o de los Balcanes, con las que se cierra el cruento
siglo XX, fueron los conflictos más sangrientos en Europa después de la Segunda
Guerra Mundial. Consiguieron, además, hundir en la pobreza a sus ciudadanos y
crear una inestabilidad persistente en esas sociedades. Pero su origen no
está en la condición de ser estados multiétnicos, sino en el juego de intereses
por parte de elementos externos e internos (como ya se ha expuesto).
Ideas que expresó Jorge Dimitrov en el lejano 1929, considerando que el
problema de los Balcanes se movía entre la importancia estratégica del lugar
para las potencias del momento; la utilización del conflicto interno entre los
diversos pueblos que lo componen, para los intereses de esas potencias; y la
necesidad de provocar la creación de Estados débiles, para su mejor control,
por parte de ellas. El hablar de avispero
o polvorín es una manera de ocultar
estos tejemanejes de intereses, tanto externos como internos. No podemos
referirnos a los Balcanes como un ejemplo de la imposibilidad por conciliar,
dentro de un espacio común, distintos pueblos con culturas, idiomas, alfabetos,
tradiciones y religiones diferentes. Las guerras de intolerancia que en
esta península europea se han vivido no son producidas por el carácter de las
personas, ni por las circunstancias geográficas, sino por las decisiones
concretas tomadas por individuos o entidades determinadas en un momento preciso
del siglo XX. Y, al ser decisiones, estas pudieron ser tomadas de otra
manera, en uno u otro sentido.
No son
los Balcanes ejemplos de la inviabilidad de los estados pluriculturales, porque
los duros conflictos allí vividos han surgido azuzados por el juego de
intereses concretos, tanto externos como internos. Se ha utilizado la
diversidad cultural no como elemento enriquecedor, sino como arma arrojadiza
para violentar al diferente. Nunca la heterogeneidad de las culturas
debe ser la justificación de un conflicto porque, en caso de darse, su origen
siempre está en entender esa heterogeneidad como un obstáculo; en manipularla
para conseguir hacerlo estallar; en maquillar el juego de intereses personales
o de grupo con tensiones entre diversidades culturales. Abramos los ojos a la
realidad, y no nos dejemos engañar por el sentido que se le quiere dar a las
tensiones entre pueblos y culturas.
Como
ya se ha analizado en los capítulos anteriores, somos el fruto de una
diversidad acumulada desde milenios, tanto a nivel genético como cultural. Por
eso, la diversidad, lo heterogéneo, la variedad, no solamente no puede ser ni
es algo extraño en la vida del ser humano, sino que se ha convertido desde
nuestros inicios como especie en el marco que le ha permitido sobrevivir,
desarrollarse y llegar así a la realidad compleja en la que vivimos hoy. Lo que
el ser humano necesita más que nunca es aplicar esa disciplina que Aristóteles
nos legó, la ética, para acomodar los diferentes comportamientos
de los individuos y sus intereses y -entre todos sus miembros-, fomentar una
sociedad dentro de la cual las personas conviviendo puedan desarrollarse como
tal, respetando su heterogeneidad.
Eugenio
Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0
No hay comentarios:
Publicar un comentario