Si nos
analizamos desde la perspectiva de la filogénesis, hay que afirmar que todos
nosotros, desde los homininos de hace seis millones de años a cualquiera de los que
habitamos hoy en día, somos primates sociales.
Condición
que debemos aceptar si realmente pretendemos entender nuestro actuar diario, en
tanto que individuos pertenecientes a sociedades de diferentes tipos y grados.
Indispensable si, además, se quiere encontrar una ética que organice ese actuar
desde principios universales.
Inventamos
el concepto de humanos para referirnos a nosotros, con el que, al
englobar unas características especialísimas y supuestamente únicas, se
resaltaban las diferencias precisas entre nosotros y el resto de los animales.
Sin embargo, en tanto que primates sociales, poseemos todos los
humanos unos rasgos muy marcados, que se han mantenido hasta hoy; y que,
obviamente, se muestran también en el comportamiento de los individuos de las
diferentes familias de homínidos actuales (con quienes compartimos el
caminar evolutivo).
Durante
ese largo proceso de más de seis millones de años, determinados comportamientos
naturales se han modificado, bien desde alteraciones genéticas, bien desde
alteraciones estructurales de importantísimos órganos: como es el mismísimo
cerebro; otros, se han mantenido inscritos en nosotros. Pero, tanto estos como
aquellos, son hoy compartidos por todas las personas, ya que se encuentran
alojados en nuestros cromosomas. Sin olvidar que una parte importante de ellos
están también presentes, no solo en los mamíferos superiores terrestres (con
los que compartimos ese proceso evolutivo común), sino también con determinados
mamíferos marinos (desde un proceso evolutivo convergente).
Centrándome
en la familia de los homínidos, me interesa resaltar el rasgo de
la territorialidad. ¿Te has fijado que en el mundo laboral los
dirigentes tienen espacios propios y determinados? ¿Has observado que el tamaño
de ese espacio, así como su lustre, está en proporción directa al rango que
desempeñe quien lo va a ocupar dentro de la estructura organizativa? Es más:
una vez que a un individuo se le adjudica un espacio de trabajo (que puede ser
un despacho más o menos amplio, propio o compartido, incluso mesas individuales
de trabajo en un lugar común), inmediatamente toma posesión de él decorándolo
con objetos personales.
Este
comportamiento, que no dejar de ser una estampa cotidiana, es precisamente un
ejemplo de la dependencia que aún rige en nuestra especie respecto del elemento
biológico. Este rasgo de la territorialidad lo tenemos muy marcado,
aunque no reparemos en ello, como es en el caso del hijo que, al crecer, va
exigiendo su espacio propio dentro de la casa familiar. Rasgo que siempre va
unido al de la jerarquía que, en el ámbito natural, se ve vinculado con
el que el grupo reconoce como el sujeto más dotado física y adaptativamente:
que será un macho, si nos referimos a grupos patriarcales como el de los
chimpancés y gorilas; o una hembra, si son matriarcales, como los de los
bonobos). Sin embargo, entre las personas se impusieron criterios culturales
como método de elección (aunque todos hemos experimentado más de una vez que
estos tampoco son garantía de un mejor desarrollo de tales funciones).
Ambos
rasgos son determinantes para la existencia de todo grupo social. En el mundo
natural, desde la territorialidad se garantiza el uso y disfrute de un espacio
determinado, en el que ese grupo social encuentra las condiciones necesarias
para su supervivencia (a nivel energético, de descanso y de refugio; zona que
no dudarán en abandonar en el momento en el que consideren que estas ya no son
las satisfactorias.
A su
vez, el rasgo de la jerarquía contribuye a garantizar una estricta
organización del grupo. Es la manera natural de conseguir su más optimo
desarrollo, determinando cuáles son las necesarias relaciones entre sus
componentes que todos deben respetar (tanto a nivel horizontal como vertical),
cómo acontece la procreación dentro del grupo, y la defensa tanto de sus
miembros como del territorio que está siendo ocupado.
Ahora
bien, considero que la doble justificación de que ambos rasgos se mantengan
activos a día de hoy dentro de los grupos humanos, es la misma que les lleva a
dirigir la estructura social del resto de los homínidos: por cuestiones económicas,
por una parte, y de poder (de jerarquía) por otra. No creo necesario
explicar la influencia de ambos conceptos en el dinamismo de los grupos
humanos, solamente hay que recordar las guerras que están activas hoy, o la
cantidad de ellas que han salpicado a la historia de la humanidad, donde
incluso se ha buscado la aniquilación del otro; sin embargo, cuando hablo de cuestiones
económicas referidos a grupos de animales, me refiero al sentido que tenía
incluso entre nuestros antepasados homininos: el de gestionar el consumo
necesario de proteínas y del resto de componentes precisos para su
supervivencia diaria.
La
violencia, como forma de relacionarnos con grupos adversarios o sociedades
consideradas enemigas, nos ha acompañado en nuestra andadura evolutiva, y sigue
inscrita en nuestra naturaleza biológica: los ejemplos en nuestra sociedad
actual están a la orden del día. Pero, al mismo tiempo, aparece la solidaridad,
la cooperación: evidentemente dentro del mismo grupo (rápido hacemos
piña ante lo que consideramos un ataque desde otro externo); pero también somos
muy dados a empatizar con el sufrimiento o padecimiento de miembros de
otros grupos, incluso lejanos. Este
también es un rasgo potente en nuestra especie, inserto en nuestra biología.
Es
conocida la anécdota de la antropóloga Margaret Mead. En una conferencia, ante
la pregunta de un estudiante sobre cuál era el objeto más antiguo que
determinaría el inicio de la civilización, respondió que no se trataba de un
objeto o instrumento concreto elaborado, sino de un fémur con muestra de haber
padecido una fractura, y que aparecía con ella solidificada. Dicho de otra
manera, la aparición de la solidaridad y la colaboración es lo
que nos hace personas.
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0