1. Planteamiento
A
mediados del siglo XIX, el concepto de homo faber aparece en la
filosofía de los pensadores materialistas de la esfera de Marx y
Engels. Para ellos, la tarea fundamental del ser humano durante toda su
historia, no ha sido otra que la de transformar la naturaleza (la realidad)
para poder sobrevivir en ella. Ha sido capaz de desarrollarse en esta realidad
inhóspita, únicamente desde la destreza que tiene para transformarla. Una tarea
de transformación que la persona solamente puede llevar a cabo con esfuerzo,
desde una labor constante o, dicho con terminología marxista, desde el trabajo.
De ahí que, para Marx y el marxismo, el trabajo sea la esencia de todo ser
humano; y que, un trabajo que esclavice al proletario por las condiciones
laborales en las que se da, o le someta por la comercialización egoísta que
realiza el capitalista de sus productos, es alienar a la persona, enajenarle de
su ser más íntimo, quitarle su razón de existir.
En
1907 será Henry Bergson quien volverá a ponerlo de moda en filosofía,
con La evolución creadora. Considera que, no somos homo sapiens y
por ello construimos herramientas y tecnología; sino al contrario: que de la construcción
de estas en sus más diversos grados, se potenció el desarrollo de la
inteligencia. Por lo que considera que su característica fundamental es ser “la
facultad de fabricar instrumentos artificiales, en particular útiles para hacer
útiles, y variar indefinidamente su fabricación.”[1] Solamente la humildad,
afirma Bergson, haría hacernos asumir que, más que homo sapiens en
realidad lo que somos es homo faber.
La
cuestión que esta reflexión pone sobre la mesa es, aunque parezca mentira, tan
antigua como el propio filosofar. Así como la inteligencia es una expresión de
la razón, del conocimiento racional; la tecnología, la creación de instrumentos,
está relacionada con la mano: con la capacidad que tienen las personas de, tras
manipular determinados materiales, crear artefactos que puedan aplicar para
conseguir algún fin en concreto. En definitiva, cómo se debe entender la
relación entre el binomio inteligencia y mano. ¿Somos
inteligentes y por eso tenemos manos precisas que permiten generar tecnología?
¿O, por el contrario, como tenemos manos que nos permiten desarrollar una
precisa tecnología, por eso somos inteligentes? Una controversia que aparece ya
en el texto de Aristóteles De partibus animalium, respecto a la
tesis mantenida siglos antes por el presocrático Anaxágoras:
“Anaxágoras
dice que el hombre es el más inteligente de los animales por el hecho de tener
manos. Pero es más razonable decir que posee manos porque es el más inteligente.
Las manos son un órgano y la naturaleza siempre atribuye, igual que un hombre
inteligente, cada órgano al animal que puede utilizarlo (…); el hombre no es
más inteligente gracias a las manos, sino que tiene manos porque es el más
inteligente de los animales. En efecto, el ser más inteligente podría utilizar
correctamente un gran número de órganos, y la mano no parece ser solo un órgano
sino varios. Es como un órgano de órganos. Así pues, la naturaleza ha concedido
el más útil de los órganos, la mano, al ser que es capaz de adquirir muchas
habilidades.” [2]
Empezando
su análisis por el final, se aprecia esa concepción teleológica de
Aristóteles, característica propia del pensamiento antiguo: en la naturaleza,
todo tiende a algo. Era la manera de explicar el movimiento (en tanto que
cambio, desarrollo y desplazamiento) de los seres y en los seres. Para
Anaxágoras, del uso preciso de la mano aparece el desarrollo de la
inteligencia: el ser humano es inteligente, gracias a la mano. Como fabrica
objetos, esa actividad genera como consecuencia el desarrollo de la
inteligencia. Una tesis que Aristóteles critica desde la teleología: para que
la mano, en tanto que “el órgano de los órganos”, pueda ser usada con
destreza, debe existir una inteligencia que la dirija.
Además,
Aristóteles reprocha a Anaxágoras que no resalte la facultad más importante que
tenemos: la inteligencia (la razón, el pensamiento); sino que la supedite a la
mera elaboración de herramientas, que era una acción de orden inferior.
Recordemos que, para Aristóteles, tekné tiene que ver con la elaboración
o creación de algo, pero no por mera rutina o práctica, sino desde el
conocimiento racional suficiente de cómo y por qué lo hace. Digamos que, hoy, se
correspondería más con la actitud de un ingeniero que el de un operario: éste
sabe “hacer”, pero desconoce los fundamentos racionales -o científicos- de por
qué lo hace. De ahí que, ante la relación mano / inteligencia, Aristóteles
abogue porque desde la inteligencia surge la habilidad de la mano.
Un
texto curioso, ya que en el siglo XX sí que se va a discutir profusamente de
ello, dentro de la antropología filosófica. Disciplina novedosa que lanza Max
Scheler con su obra El puesto del hombre en el cosmos de 1924,
dentro de la nueva corriente de pensamiento que era la fenomenología por esta
época. Que, aunque iniciada por Husserl, en sus conceptos fundamentales
se pueden rastrear la influencia de Bergson. Por tanto, si la obra de Bergson
palpita en la fenomenología de Husserl, también influirá a sus discípulos: como
era Scheler, y más tarde Martín Heidegger: quien, precisamente, meditará
con profusión tanto sobre el homo faber como sobre el homo loquens.
Influencias que recogerá la filosofía de Hannah Arendt (discípula de Heidegger),
aunque desde una perspectiva más política.
Dentro
de la antropología filosófica se inscribe la pregunta de si las
peculiaridades y precisión de la mano del homo sapiens era producto de
su compleja inteligencia; o, al revés, si esta compleja actividad intelectual
provenía de la habilidad de la mano. Un desempolvar la disputa entra
Aristóteles y Anaxágoras, pero ahora dentro del contexto evolutivo.
En el
proceso filogenético, dentro de los homininos, tuvieron lugar cambios
fisiológicos importantes. En la especie homo fueron transcendentales para su
desarrollo posterior. En primer lugar, la posición erguida, el bipedismo,
desencadenó otros cambios en la estructura ósea de nuestros antepasados.
Se alargaron
las extremidades inferiores, y se recubrieron de una importante masa muscular.
Los pies se adaptaron para soportar todo el peso del cuerpo, creando un puente
entre el calcáneo (el talón) y el antepié. Conformado por una complicada
estructura de múltiples huesos, este pie le permite al homo sapiens una gran
flexibilidad, armonía y destreza en mantener el equilibrio, y en la realización
de la marcha: puede alargar el paso sin perder la armonía del movimiento.
Un
bipedismo que también trajo la transformación de la pelvis. Pasó de ser larga y
estrecha (como la de los gorilas y chimpancés, lo que les impide la posición
erguida); a convertirse en más corta y más ancha, para recoger el peso de todo
el cuerpo y distribuirlo de manera equilibrada a las dos piernas. Anchura que
va a permitir, también, el nacimiento de una descendencia con una capacidad
craneal mayor.
La
pelvis está unida al cráneo a través de la columna vertebral. Pero, a
diferencia del resto de homínidos, no lo hace por la parte posterior (con lo
que el cráneo queda proyectado hacia delante); sino ocupando una posición
central: así la cabeza queda en perfecto equilibrio sobre la columna. Ésta, por
su constitución, forma una curvatura en forma de “S”, y existen unos cartílagos
entre las vértebras que amortiguan el peso, transmiten todo él a las piernas.
Con la
posición erguida, además se consigue la liberación de las manos. Ya no están
condenadas a la función sustentadora y marchadora, como les ocurre a los
chimpancés y gorilas, por ejemplo. Los brazos redujeron su longitud hasta la
mitad del muslo, y las manos adquirieron una extrema habilidad para la
manipulación, construcción y uso de instrumentos diversos.
Manos
que, en los humanos, tomó una forma más corta pero más ancha. Aunque su gran rasgo
evolutivo es el de la oponibilidad total del dedo pulgar al resto de los dedos.
Lo que proporciona a la mano humana una máxima flexibilidad en movimientos como
la extensión, la flexión y la presión, dotándola de una gran precisión.
La
liberación de las manos de la función caminante y de equilibrio, provocó una
reacción a lo largo del proceso evolutivo, de conversión del aspecto del rostro
humano. Al quedar libre, se las utiliza también para transportar objetos y
partirlos. Funciones que, antes de esa liberación, realizaban las fuertes
mandíbulas y colmillos que siguen teniendo los grandes simios.
La
boca, así, se especializará en tareas sobre todo de tipo expresivo y
comunicativo, alumbrando con el paso de los largos periodos evolutivos el
rostro de los humanos de hoy en día:
- Disminuye
el prognatismo, porque la boca va reduciendo su proyección. Comienza a
desaparecer el hocico, y la musculatura de los labios (pasando a ser cortos y
más débiles).
- Disminuye
el grosor de las mandíbulas, porque ya no necesitaban tanta potencia para las
nuevas funciones expresivas. A cambio, aparece el mentón (la barbilla), que es
una peculiaridad del rostro humano.
- Modificación
de los dientes, porque los incisivos y los caninos han perdido las funciones de
cortar y desgarrar, siendo asumidas por las manos.
Todas
estas modificaciones nos constituyen en homo faber: el hombre que
crea utensilios.
Pero,
el bipedismo ocasiona, a su vez, una complejidad cerebral, forzado por las
consecuencias de estos cambios en la fisiología humana; a su vez, digo,
necesita de un cerebro complejo que le permita, tanto el caminar de forma
erguida, como el de aprovechar los diferentes cambios que van aconteciendo en
su cuerpo. Cada modificación estructural del cuerpo repercute en una modificación
cerebral, y viceversa. Digamos que hay que entenderlo como una relación
dialéctica. Entre el cerebro y la mano se
produce una retroalimentación de multitud de acciones y reacciones, que fueron
acrecentando la capacidad intelectual y la precisión técnica en los seres
humanos. El proceso de telencefalización está acompañado de una cualificación mayor
de las áreas especializadas en conductas determinadas; y, a su vez, estas
generarán acciones más precisas. Una plasticidad cerebral que
permite la mejor adaptación del ser humano al medio, interviniendo en él con
conductas complejas.
Entre
esas áreas especializadas aparecen dos, cuyo análisis pormenorizado ya en el
siglo XIX contribuyó a una concepción más compleja del cerebro humano: el área
de Broca y el área de Wernicke. Las conocidas como áreas
del lenguaje. Ambos investigadores, el médico anatomista francés Paul Broca y
el neuropsiquiatra alemán Carl Wernicke, fueron sus descubridores. Mientras que
Broca detecto el área concreta que ejecuta el lenguaje (el mecanismo de la
palabra) en el lóbulo frontal; Wernicke analizó esa zona en la que se procesa y
se le dota de sentido (en el lóbulo temporal, fronterizo con el parietal y
occipital). Para, descubrirse más tarde, que ambas están unidas por el fascículo
arqueado.
Sin
embargo, estás áreas específicas del ser humano, no siempre nos han acompañado.
Son consecuencias de la evolución a una complejidad mayor de nuestro cerebro.
Porque, aquellos cambios anatómicos consecuencia del bipedismo, también contribuyeron
a que el tracto vocal o aparato fonador (compuesto básicamente por
la cavidad bucal y nasal, la faringe, la laringe), evolucionase. Por ejemplo,
en las personas, la faringe posee un volumen mayor porque está más desarrollada
que en los antropoides, y a su base está unida la lengua: lo que nos permite
modificar los sonidos emitidos por las cuerdas vocales, y modularlos para que
sean reconocidos por los otros como palabras del lenguaje. De ahí que la
laringe pase a ocupar un lugar más bajo en el cuello humano. Curiosamente, esto
es la causa de que los adultos no podamos beber al mismo tiempo que respiramos,
mientras que sí lo puedan hacer los bebes: porque, por su anatomía, en ellos
aún la laringe está en una situación más alta en su cuello (lo que, por otra
parte, les impide por el momento hablar).
Un aparato
fonador que necesita ser controlado desde el área especializada para emitir
sonidos, el aérea de Broca. Y, una vez emitidos, comprendidos
desde el área de Wernicke para emitir una conducta: como puede
ser la de ser respondidos. De ahí que ambas funciones aparezcan unidas por el fascículo
arqueado.
Hoy
sabemos que el gen FOXP2 es el gen del lenguaje. Parece
ser que una alteración suya, producida hace unos 200 mil años, generó el
desarrollo de las estructuras faciales y sistemas
neuronales necesarios para su desarrollo en humanos.
Desde
la antropología filosófica, también se ha hecho hincapié en la importancia de
ser definidos, además de homo faber, homo loquens. El
lenguaje nos permite transportar a la conciencia el mundo de la vida, desde
donde es interpretado. Y, en ella, descarnar los hechos de su temporalidad,
para convertirlos en actos puros de conciencia. Sin duda alguna, que también desde el lenguaje nos creamos
cada uno como personas, y creamos a su vez esa realidad en la que vivimos. Heidegger
lo resumía en la famosa frase: “El
lenguaje es la casa del Ser. En su morada habita el hombre.”[3]
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0
[1] Bergson, H.: La
evolución creadora, en Obras Escogidas, Aguilar, México, 1963, pp.
557-558
[2]Aristóteles: De las partes de los animales , Libro IV, cap. 10, 687a
[3] Heidegger, M.: Carta
sobre el humanismo, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 11
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