Somos
fruto de un larguísimo proceso evolutivo, tanto a nivel biológico como social.
Un proceso que ni responde a diseño previo alguno, ni fue trazado buscando que,
como resultado último, apareciera el ser humano. Su desarrollo hay que
entenderlo más bien desde la técnica del ensayo y error. La naturaleza genera
unas formas de vida que deben sobrevivir en un hábitat concreto. Los individuos
que encuentran una adaptación serán los que sobreviven y dejarán descendencia.
Una descendencia que, recibirá la carga genética con las determinaciones cromosómicas
de quienes han sobrevivido. Además, tras cientos de años habrán aparecido diferentes
mutaciones, que se trasmitirán a la descendencia si generan rasgos adaptativos
(porque quien las ha llevado en sus genes ha podido procrear); o desaparecerán con
los propios individuos, de no ser propicias. A la vez que el hábitat seguirá
presionando con sus desiguales cambios a los nuevos individuos, produciéndose
así una selección de quienes demuestran caracteres físicos -y psíquicos- más
adaptados para sobrevivir en él. Esta interacción entre individuos, hábitat y
genética para lograr la supervivencia es la historia de la filogénesis en la
Tierra. De ahí que el origen de los distintos individuos de las múltiples
especies esté regido, para decirlo rápidamente, por el criterio del ensayo y
error biológico.
Nuestro
cerebro, sin ir más lejos, es una prueba fehaciente de ello. Las presiones
externas, junto al contacto con el de sus congéneres, así como determinadas
mutaciones, hicieron modificar el cerebro de los homininos: desde ampliar su
capacidad craneal, a la complejidad gradual de las estructuras que fue
sufriendo, hasta convertirse en el órgano tan complejo que es hoy el nuestro. Si
la vida y su evolución hubiese sido obra de una gran mente, de un ser
transcendental y todo poderoso, implicaría que este tendría un fin a conseguir,
un diseño al que llegar. De haber sido así, se habría buscado la simplicidad y
el ahorro, tanto en la formación e interacción de sus estructuras fundamentales
como en la organización y distribución de las diferentes funciones.
Hay
ejemplos en otros animales, pero a lo mejor -por eso de haber sido señalados
durante siglos como hijos predilectos del Creador-, es conveniente
mostrar dos muy evidentes en nuestra propia especie. El primero tiene que ver
con el quiasmo óptico. La información que recibimos a través de la
estimulación de los dos ojos, es transmitida al cerebro en forma de impulsos
nerviosos a través de los nervios ópticos. Pero, el lóbulo encargado de
recibirlo no es el más inmediato, que es el frontal; sino que su destino está
en el occipital: por lo que esos nervios deben atravesar la base del cerebro,
para llegar desde el rostro a la nuca; y ahí recalar en el área primaria visual,
donde se genera la sensación visual. Con el agravante de que, en un momento de
ese recorrido, ambos nervios se cruzan entre sí, dando lugar al conocido como quiasmo
óptico. Una complicación que, junto a su dilatado recorrido, evidencia que
la evolución no ha estado diseñada.
El
segundo ejemplo tiene que ver con las grandes estructuras que conforman nuestro
cerebro. En los años 60, el neurocientífico Paul MacLean expuso una imagen muy
didáctica denominada el cerebro triuno. Un simplismo para
algunos neurocientíficos que, sin embargo, posee una fuerte carga
pedagógica. Según él, éste está compuesto por la superposición de tres cerebros
distintos (que hay que entender como tres estructuras diferentes incorporadas
una sobre otra), que hemos heredado de la evolución. El primero es la más
antigua evolutivamente, el cerebro reptiliano, encargado de gestionar
los mecanismos instintivos básico de supervivencia, y de alerta (como ocurre en
estas especies). Sobre este, la evolución habría desarrollo una segunda
estructura: el cerebro de los mamíferos, que reside fundamentalmente en
el sistema límbico, caracterizado por la capacidad de sentir y demostrar
emociones, que son funciones características de los mamíferos; cuya complejidad
aumenta a medida que aumenta la de su cerebro y su red social. Y, por encima de
esta segunda estructura, estaría el tercer cerebro: el de los humanos, encargado
de los procesos cognitivos superiores (pensamiento, lenguaje, planificación,
asunción de reglas sociales y morales, …)
Esta
superposición de estructuras, por decirlo con la imagen didáctica y visual del cerebro
triuno de MacLean, que complica la interacción entre ellas, no se
corresponde con la hipótesis de un diseño previo del proceso evolutivo. Ni
tampoco con una visión teleológica organizada previamente por alguien o algo.
No es
que exista la persona y su cerebro. Es que todos y cada uno de nosotros somos
nuestro cerebro integrado en un cuerpo. Es el órgano adaptativo con el
que nos ha dotado la evolución, con la única misión de conseguir, a todo trance
y ante cualquier situación, la supervivencia del sujeto (y, por tanto, de la
especie). Y con este órgano y desde él, elaboramos la realidad desde la
recepción, organización e interpretación de los múltiples estímulos que nos
llegan a través de los sentidos: siempre siguiendo las leyes con las que la
propia evolución ha marcado su funcionamiento.
Creamos
la realidad que nos rodea desde la energía estimular que de ella recibimos, de
ahí la precisa especialización de sus diferentes áreas, que aún estamos
descubriendo. Pero también construimos esa sociedad que, desde tiempos
ancestrales, surge como hábitat propio de lo que después será el ser humano.
Tan importante es la realidad social para nosotros, que nuestro cerebro -por
esa presión externa de supervivencia, en interacción siempre con el medio físico
y social-, ha evolucionado dotándose de un área específica (lóbulo prefrontal) desde
donde crear y comprender las normas y valores propios de la sociedad humana: de
su hábitat más inmediato.
Sin
embargo, a pesar de su complejidad como órgano, con áreas específicas para
reconocer y comprender los estímulos que llegan del exterior, o efectuar conductas
concretas como es la vocalización o la comprensión del lenguaje -localizacionismo-;
formado por estructuras superpuestas, originadas en momentos diferentes del
proceso evolutivo; todo cerebro humano actúa siempre como un todo
-holismo-, regido por leyes que -como se ha señalado- la evolución ya
desde sus primeros momentos ha ido inscribiendo en él.
Una
manera de comprender ese funcionamiento holista es el entender
qué son y cómo funcionan las emociones y los sentimientos que se
derivan de ellas. Ya comenté cómo durante siglos se ha disociado estas del
pensamiento, considerándose como aspectos puramente humanos a los cognitivos, y
estrictamente animal al de las emociones y sentimientos: precisamente se los
señalaban como lo que nos unían a ellos.
Sabemos
que la emoción, como función compleja reside en el sistema límbico,
que aparece con el cerebro de los mamíferos. No hay un acuerdo unánime sobre
cuáles sean estas, aunque se suelen admitir las siguientes: alegría, tristeza,
ira, asco, miedo y sorpresa.
Su aparición, dependiendo del tipo de emoción y de su grado, también condiciona
esa percepción que de sí mismo tiene todo sujeto: dando así lugar a los sentimientos.
Se diferencian porque su aparición no es tan explosiva como la de la emoción, y
su duración es mayor en el tiempo: son estados de ánimo. Conllevan
también cambios conductuales, pero estos con la característica de ser
voluntarios: las decisiones que se toman ante cualquier situación no son las
mismas si se parte de un sentimiento de alegría o de tristeza, de
placer o de dolor.
Analicemos un ejemplo. La emoción de asco
tiene -entre otras funciones- detectar esos alimentos perniciosos para el
organismo. Si un lobo come parte de una oveja muerta ya en mal estado, basquea.
Inmediatamente su rostro va a componer una expresión de nauseas, de asco; a la
vez que su organismo intenta vomitar lo que se haya comido, y realizará
movimientos de evasión de ese lugar. Como animal social que es, al percibir los
otros miembros de la manada todo ese entramado conductual, no se lanzarán a
devorar los restos de la oveja porque habrán entendido el malestar por el que
aquel está pasando.
Se observa cómo las emociones son
automáticas (nacemos con ellas) y, por tanto, no cambian. Dependiendo de qué
emoción surja en el individuo, se va a disparar, por una parte, una respuesta
conductual de acercamiento, quietud o evasión; y por otra, una alteración de
diferentes funciones, cuya regulación recae en sistemas instintivos más
primitivos: como en el ejemplo es el proceso digestivo (que no está sujeto a la
voluntariedad del individuo). A su vez, la intensidad de la emoción
condicionará también a la intensidad de las diferentes reacciones conductuales.
Se puede apreciar, pues, cómo el sistema
límbico, al dispararse una emoción, provoca la intervención de conductas
involuntarias que están controladas por estructuras propias del sistema
nervioso autónomo (esas que se suelen considerar como instintivas: como el
respirar o el ritmo cardiaco, que se acelera con el miedo; o el aumento del
riego sanguíneo, en un estado de ira, ...)
Sin olvidar su importancia en la
adaptación social, porque dependiendo de los gestos -también universales para
cada emoción-que estas provoquen en el rostro, los sujetos expresan al resto de
congéneres su estado de ánimo; la predisposición a realizar o no determinadas
conductas; o como forma de influir en la conducta de los otros. Mensajes que,
ya desde los primeros estudios sobre evolución, el propio Darwin calificó de
universales para todo sujeto que disponga del sistema límbico, y por tanto
perfectamente interpretables.
Y, curiosamente, tal y como comenté en el
capítulo anterior, no solamente demostrarlas nos hace ser percibidos por los
otros como más humanos; sino que nuestro propio organismo nunca
las pone en duda, y reacciona siguiendo sus pautas inmediatas de acción.
Digamos que se “fía” más de las emociones, aunque tengan una dimensión
inconsciente, que de las decisiones racionales.
Por otra parte, una experiencia
emocional también puede condicionar, en el ser humano, al propio
pensamiento, o a la planificación a futuro, a la aceptación o no de las normas
morales y/o sociales, o la toma de decisiones, … funciones que residen en el
área prefrontal, y que son posteriores evolutivamente al sistema límbico. Una
conducta que podemos contemplar a diario entre quienes fuman. Todos hemos visto
las cajetillas de cigarros con repugnantes fotografías que, de forma explícita,
representan las más graves consecuencias que los tumores cancerígenos
(relacionados con el tabaquismo), producen en las personas. Son totalmente
visibles y muy llamativas. Es imposible, si coges una cajetilla, no verlas. Sin
embargo, a pesar de su vivacidad, sus consumidores siguen fumando. Ante la emoción
de asco que despiertan las fotografías, se impone el sentimiento de
placer, fruto de una experiencia emocional placentera vivida con
anterioridad. De esta manera, un sentimiento de bienestar o placer momentáneo
condiciona a la persona en su toma de decisiones hasta conseguir anular las
conclusiones a las que llega con el razonamiento: como es la de ser consciente
de las consecuencias perniciosas que tal conducta le acarreará a largo plazo.
Volviendo
a las emociones, tienen una procedencia genética -las heredamos-, son
automáticas, no se aprenden; la respuesta que genera en los organismos es
estable, dándose de la misma manera en el resto de congéneres -de ahí que se
las considere universales-, por lo que se convierten en predecibles. ¿Podemos,
por tanto, concluir que al actuar bajo su dictamen -en tanto que tienen la
posibilidad de alterar toda nuestra conducta y la percepción de la realidad-, estamos
actuando como organismos determinados genéticamente?
La
respuesta de los neurocientíficos es rotunda. Existe una determinación genética
en la conformación estructural y funcional del cerebro, diseñado
evolutivamente, sin embargo, eso no demuestra el determinismo genético. En el
caso de las emociones estas -dado ese carácter universal-, habilitan
para disfrutar de una serie de preferencias interculturales; pero las
circunstancias en las que acontecen que determinados estímulos las
desencadenen, eso pertenece al acervo cultural de cada individuo: dependen de
sus propias experiencias dentro del grupo social en el que habita. En
diferentes culturas e incluso dentro de un mismo grupo social, una misma
energía estimular no tiene por qué desencadenar una emoción determinada en
todos los sujetos. Aunque, cuando esta se desencadene, su “programa emocional y
conductual” sea universal.
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0
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