sábado, 10 de febrero de 2024

Unamuno: jaque al Rey, y a Primo

 

Se cumplen 100 años del destierro primero, y del exilio después, de Miguel de Unamuno. Un acto de autoritarismo bravío por parte de las más altas autoridades del Estado, cuyas consecuencias no calibraron. Paradójicamente, al correr de unos años, el exiliado retornará reconocido, trayendo la libertad como bandera; casi a la vez que sus des-terradores ponían tierra por medio hacia el ostracismo.

El 20 de febrero de 1924, al caer la tarde en Salamanca, el Gobernador Civil comunica la orden de destierro a Unamuno, para que salga lo antes posible camino de Madrid, y de ahí a Sevilla y Cádiz, hasta llegar a Fuerteventura el 10 de marzo.

Sus vivencias del destierro y del exilio pueden encontrarse, con mayor o menor detalle, en sus muy diversas biografías. Pero hoy quiero señalar el auténtico suceso detonante de esta medida tan extrema. Y con ello, desvelar una muestra más de esa unidad de acción y de pensamiento que Unamuno mantuvo a lo largo de su vida, y que durante demasiadas décadas se nos ha ocultado impúdicamente.

Un destierro cuya justificación anunciaba El Sol al día siguiente: “El señor Unamuno no solo no ha cumplido con sus deberes de ciudadano, sino que fue su vida una rebelión continuada a la ley”. La publicación de unos artículos en la prensa argentina entre noviembre del 1923 y la española entre enero y febrero del 1924, fue la causa inmediata. En ellos arremetía con dureza contra el régimen de coacción que en ese momento era la Monarquía y el Directorio de Primo, quienes censuraban enérgicamente toda acción (o dicción) que fuese crítica con ellos.

En las publicaciones diarias de Unamuno desde 1917, las descalificaciones sobre las prepotentes y altaneras formas con las que gobernaban, fueron cada año subiendo en intensidad. Tan machacón e incisivo fue en publicitar sus críticas, que en 1921 los Tribunales le condenaron a 16 años de cárcel y dos días, por injurias al Rey. Una condena que el gobierno no se atrevió a ejecutar; sin embargo, no dudaron en firmar su destierro en 1924.

Este espíritu crítico de Unamuno, que actúa sin sujeción ni a ideología o partido alguno, ni dependiente del beneplácito de nadie -salvo de su propia conciencia liberal-, con capacidad de crear opinión en los ciudadanos que le leen, se convirtió en peligroso para la Palatina Dictadura de Primo. Algo que Unamuno ya dedujo por la propia condena citada.

Tan peligroso, que intentaron desactivarle con una audiencia en Palacio. Pero no como aquella que pidió en 1915, a petición del monarca con el que coincidió en Guernica (“Venga ud a verme y hablaremos”), y de la que nunca recibió una respuesta. Ahora, en 1922, el interés venía del propio Alfonso XIII: al que ya Unamuno abiertamente ponía en entredicho su legitimidad e incluso su capacidad para ser Rey. Un interés tan ansiado, que desde Palacio consiguieron que Unamuno contactase con el presidente del Consejo de Ministros, para transmitirle la necesidad de realizarla ahora. Tanto empeño había, que incluso se le toleró que incumpliese doblemente el protocolo: no respetó la vestimenta de etiqueta establecida, y llegó una hora más tarde, haciendo esperar al mismísimo Rey.  

Tras una conversación de dos horas, entre otros temas le aclaró que jamás aceptaría un indulto desde el Gobierno sobre su condena de 16 años y dos días de prisión, porque “las condenas se debieron a presiones sobre los Tribunales, a fin de que me condenaran “para” ser indultado.” Y, además, le expuso que “no se ha liquidado todavía lo injusto e ilegal de la represión del verano de 1917”. Audiencia que resumió así a su hijo Fernando: “Ir a palacio a no someterse y hasta hablar cara a cara y de igual a igual con el rey -y con Romanones de notario- parece cosa de cuento bárbaro”. Y con las mismas se marchó de palacio, y continuó criticando en prensa la actitud absolutista y tiránica del Directorio de Primo, con el beneplácito de Alfonso XIII.

Pero, ¿qué graves hechos desencadenaron aquel juicio con condena de prisión como sentencia, convertida luego en destierro? Algo tan propio de él como la defensa a ultranza de las libertades individuales de todos los ciudadanos. Tras la crisis de 1917, en el Gobierno de Eduardo Dato, se suprimieron las libertades de políticos y sindicalistas de izquierda que avalaron y promovieron la huelga general de ese año, metiéndoles en la cárcel: entre ellos, a Julián Besteiro, Largo Caballero, Andrés Saborit y Daniel Anguiano. De ahí su impecable artículo contra el monarca de 16 de noviembre de 1917: “Si yo fuese Rey” (“¿De cuándo acá es delito tatar de cambiar el Régimen por procedimientos pacíficos? ¿Es delito acaso votar y recomendar que se vote a republicanos?”) A los que continuaron otros en los años sucesivos, donde la crítica era más afilada y contundente.

Por tanto, el auténtico y prístino detonante del destierro de Miguel de Unamuno no fue otro que el pronunciarse en defensa de a quienes les cercenaron sus libertades individuales, solamente por ejercer sus derechos como ciudadano, señalando durante años con nombre y apellidos (y motes) a sus causantes. Poniendo así en jaque, antes y durante su exilio, al mismísimo Alfonso XIII, en comparsa con Primo.

 

Eugenio Luján Palma - Filósofo

miércoles, 31 de enero de 2024

Filosofía del sufrimiento como alternativa

Sufrir es padecer. Es sentir en las propias carnes los efectos de agentes, la mayoría de las veces externos, que contrarían nuestro bienestar y alteran la realidad en la que  vivimos. Por eso, también existe una filosofía del sufrimiento: esa que nace del propio padecimiento. Un sufrimiento que puede ser soportado en primera persona, o revivido desde la más amplia distancia, por esa empatía que caracteriza a los mamíferos y especialmente al ser humano. De ahí nace la compasión, no entendida como “dar el pésame” al otro por sus afligimientos; sino por padecer con él, por vivir en mí su sufrimiento, aunque disfrute de un estado de confort donde ello ni siquiera fuera imaginable.

El brutal asalto de las fuerzas de seguridad del estado israelí sobre Palestina, ha puesto al descubierto el anquilosamiento perezoso del argumentario moral europeo para enjuiciar un acto tan vil. Y desde esta orilla del mediterráneo nos ha soliviantado el grito descalificador a nuestra tradición filosófica: “desengañados por ese falso sentido de universalidad” que aparentemente ha venido mostrando el pensamiento creado en Europa, tildándole de “depravación moral”, de “quiebra ética de la filosofía”, propia de un ya cada vez más indisimulable y caduco eurocentrismo.

Ni me flagelo ante las tesis de quienes así nos consideran, ni soy euroescéptico. Creo que estamos en un punto de no retorno donde los europeos debemos decidir qué y cómo queremos serlo. Del mercado común hemos pasado a la unión europea, pero de mercados. Y, el no profundizar en esos rasgos de tradición cultural y de civilización que nos unen, sino en remarcar cada vez más las idiosincrasias propias de cada país que nos separan, nos está llevando a recluirnos en unos angostos y decrépitos “cuarteles de invierno”, de dónde nadie parece aventurarse a salir, mientras el envejecimiento y la esclerosis intelectual se sigue apoderando de nosotros.

La filosofía del sufrimiento debe abrir nuevas vías de sentir y de expresar, de pensar y de enjuiciar críticamente. Sabemos que la historia de la humanidad es un sucesivo acontecer, que arrastra a su vez una cambiante interpretación de la realidad. Quizás hayamos llegado a uno de esos sucesos críticos, en el sentido tanto de causar perplejidad en el entorno como en el de analizarlo inquisitivamente, para desentrañar de él los nuevos senderos desde los que caminar hacia el futuro. Apenas marcadas veredas, hoy, que probablemente mañana se convertirán en los caminos que aventuren a abrirnos al ser y al sentir, al sufrir y al vivir, de esas otras comunidades que se viene considerando como el extrarradio de Europa.

En tanto que la filosofía es el cuestionarse la realidad desde el horizonte en el que uno se encuentra, la filosofía del sufrimiento (físico o empático) es también filosofía. Y hoy más que nunca, su imagen quizás sea esa que popularizó a Bertrand Russell: no como la antorcha que ilumina verdades (cuya llama se apaga consumiéndose a sí misma), sino como “la ambulancia que sigue la ruta de la lucha por la existencia”. ”. , y recoge a los débiles y heridos.” Esos que desde el sufrimiento apelan a buscar nuevos caminos de reflexión y de crítica, en los que la humanidad no sea una mísera parte, sino el auténtico todo.

 Eugenio Luján Palma - Filósofo

miércoles, 24 de enero de 2024

Sororidad de Unamuno y Jugo

 

Todos los hijos llevan el apellido de sus padres. Pero, a veces, cuando el legado del padre desaparecido es apadrinado por otros tutores, buscan cambiarle el apellido para mostrar su preeminencia, eliminando el rastro de su progenitor natural. Sin embargo, el ADN es inapelable, y siguiendo su huella se podrá siempre confirmar la auténtica paternidad de la prole. Esto ha ocurrido con el concepto de sororidad.

Sororidad, como reivindicación de la libertad de todas y cada una de las mujeres, independientemente de cualquier contingencia, para vivir y expresarse en su vida como quieran. 

Sororidad como relación intersubjetiva entre las mujeres, de empatía y defensa de sentimientos, afectos, visiones e ideales comunes.

Sororidad como toma de conciencia de la alienación femenina que supone la perpetuación de una sociedad que gira en torno a patrones masculinos.

Sororidad como valoración y comprensión de lo que las otras mujeres hacen, evitando el mimético esquema patriarcal de la fraternidad masculina, basado en la mera competitividad.

Sororidad, porque elimina la tiranía del estereotipo impuesto por una sociedad machista, al que se ven esclavizadas, tanto desde una perspectiva física (en la búsqueda de unas proporciones imposible), o psicológica (hundiéndose en el colapso mental que supone el creerse despreciada y arrinconada).

Sororidad, concepto asumido hace ya décadas por los más diversos movimientos feministas. Asentado en los discursos de defensa del empoderamiento de la mujer y de lo femenino. Muy utilizado como alternativa a las más variadas actitudes machistas y micromachistas que aún hoy, en esta sociedad del siglo XXI, fomentan las desigualdades sociales. Pero que, curiosamente, o se le atribuye una aparición espontánea más o menos reciente o, por ejemplo, se adjudica su tutela a la activista estadounidense Kate Millett, quien lo utilizó en la década de los 60.

Sin embargo, su progenitor no fue otro que Miguel de Unamuno en la novela La tía Tula de 1907. Publicada en 1920, es en su prólogo donde justifica la aplicación del concepto de sororidad; una justificación que en nuestros días calcó la fundación que cuida del adecuado uso del español (la Fundéu), para avalar su adecuado uso.

Se trata de una novela corta, sin marco en la que encuadrarla, nivola las bautizó Unamuno, donde se describe la actitud de su protagonista Gertrudis, la tía Tula, como mujer comprometida con el uso de su cuerpo y de sus emociones a su antojo; fuera de todo convencionalismo social impuesto; dueña de su vida; solidaria con el comportamiento de las demás mujeres de su entorno, como son su hermana Rosa o la criada Manuela.

Novela corta pero muy intensa, aunque incomprendida por gran parte de los lectores. Como ejemplo citaré afirmaciones del prólogo del escritor M. Hidalgo para una edición popular en 2001, sobre Gertrudis: “celestina perentoria de los amores de su hermana Rosa con el joven Raimundo”; “una olla a presión de sexualidad insatisfecha y urgente que se alivia con los escapes de vapor de una espiritualidad”; “de sus tajantes convicciones religiosas surge una Tula, por reparo moral ante el sexo y ante el consecuente pecado de la carne, una honda misoginia, una androfobia, una aversión física al hombre. 

Interpretación que nace de leerla desde una perspectiva estrictamente varonil. Desde la que no se entiende que Gertrudis no quiera mantener relaciones con su cuñado viudo de su hermana, mientras vive en su casa y cuida de los hijos de ellos (sus sobrinos) como si fuese su madre; que renuncie a quien la pretende y la quiere, solamente por cuidar de sus sobrinos; o que acoja como un sobrino más -un hijo-, al ilegítimo que Raimundo tuvo con la criada Manuela, y la comprenda.

Por eso, para entender a La tía Tula es necesario leerla con las lentes de la sororidad: desde la reivindicación del mundo de lo femenino; del empoderamiento de la mujer ante estereotipos estrictamente viriles; de la necesidad de que cada mujer disfrute de sus sentimientos, de su cuerpo y de su vida como lo decida libremente, empatizando con las problemáticas en las que se resuelven las vidas de las otras.

Unamuno, como en otras muchas aportaciones, aquí no es hijo de su tiempo: sino creador de tiempos nuevos, que debemos reivindicar.

 

Eugenio Luján Palma - Filósofo

La tía Tula, hoy

 

Una de las peculiaridades de la prolija obra de Unamuno es su originalidad, pero en su acepción de ser originario, novedoso en cualquiera de sus géneros. Sobre todo, en la novela (nivola) y el teatro: donde la falta de meticulosas descripciones, de profusos escenarios y de acción trepidante, dan cabida a la trama desnuda de artificios.

La tía Tula es una de esas novelas. Publicada en 1921, aunque iniciada con el siglo, va desvelando la manera de ser de Gertrudis, descorriendo uno a uno esos velos de su personalidad. Otro legado de la poliédrica obra de Miguel de Unamuno, rebosante de actualidad.

Actualidad cuyos rasgos quedan delineados desde las confusas interpretaciones: como el prólogo que el escritor M. Hidalgo firmó para una popular edición de esta breve pero contundente novela. Donde mantiene que “lo que un lector de hoy [de 2001 es la edición] verá a bote pronto en este relato es un acogotante e impúdico melodrama, tal vez la versión abreviada de uno de aquellos prolijos folletines tan genuinos del XIX”.

Antes había caracterizado a la protagonista así: “Tal vez de sus tajantes convicciones religiosas surge en Tula, por reparo ante el sexo y ante el consecuente pecado de la carne, una honda misoginia, una androfobia, una aversión física al hombre -ese bruto, dice ella- que solo halla correlato, como no podía ser de otra manera, en la creciente intensidad de su deseo de hombre, del deseo de Ramiro.” “Estamos ante un indisimulable relato erótico, tal vez uno de los más crepitantes, tensos, agobiantes y enfermizos de la literatura en castellano del siglo XX.

La grandeza de la literatura reside en que los textos toman vida propia en cada lector, infundiéndoles diferentes sentimientos y sensaciones. Pero esta interpretación dibuja a una Gertrudis reprimida sexualmente; odiando a los hombres por no atreverse a romper las normas sociales y casarse con su cuñado, ya viudo de su hermana; a querer a toda costa ser la madre, la que dispone, de sus sobrinos: imponiéndoles las normas con un autoritarismo intransigente. Una Tula oscura, grisácea, tirana, siempre recelosa, reconcomida internamente por reprimir durante años sus deseos sexuales por Ramiro, con el que vive.

Sin embargo, reivindico que es una novela de lo más actual. Con una trama que disecciona la personalidad de una mujer de hoy, empoderada, sabedora de lo que quiere y de cómo lo quiere.

Un sentido de la novela que, si dejamos hablar a Unamuno ya en su prólogo (aunque M. Hidalgo lo califique de “innecesario prólogo”), queda iluminado con el concepto de “sororidad”. Es desde la actitud de una fraternidad entre mujeres como debe ser leída. Y de aquí su actualidad.

Unamuno nos descubre a Gertrudis, que quiere ser dueña de sus sentimientos; dueña de su cuerpo; dueña de su vida: presente y futura. Que comprende desde esa sororidad las decisiones de otras mujeres: como las que toma su hermana Rosa; o la criada Manuela, con la que su cuñado viudo tiene un hijo y ella adopta como un sobrino más de sus propias entrañas.   

Gertrudis, la tía Tula, representa a esas mujeres de hoy que rompen con los limitantes estereotipos de una sociedad machista, dirigida por varones (como su cuñado, el médico o el cura). La tía Tula no es, pues, “un folletín del XIX”, ni una obra que Unamuno fundamenta en la represión sexual, tal como se ha leído desde los tiempos grisáceos del franquismo hasta nuestros días. Es el grito exacerbado de hoy, pero expresado a principios de siglo XX, el volcán incandescente de sentimientos y deseos, de una mujer que lucha por ser lo que quiere ser.

 

Eugenio Luján Palma - Filósofo

lunes, 15 de enero de 2024

A vueltas con la filosofía española, sin complejos

 

Uno de los pensadores de referencia hoy, Gabriel Albiac, mantiene en su último libro donde elogia la labor de la filosofía, que pensar solamente es posible si se renuncia a la esperanza.

Una afirmación que me ha hecho reflexionar sobre el eterno problema de si existe eso a lo que llamar “filosofía española”. Aunque, en un país donde llevamos siglos sin encontrarle solución al dilema de qué somos como sociedad, quizá no sea tan importante saber qué sea eso de la filosofía española, ni de si existió alguna vez.

Entiendo que no se trate de una cuestión de urgente solución, hoy que aún retumban en los atónitos ciudadanos las consecuencias de las votaciones en un parlamento dirigido por una partitocracia ya peligrosa para el bien común. Pero entiendan ustedes que mi deformación profesional (me dedico a enseñar a filosofar), consiga que esa cuestión continúe preocupándome.

Si la esperanza es improductiva, como esa que se resume en el suspirado ¡ay! de quien desespera, desinflándose de toda acción al exhalarlo, evidentemente Albiac tendría razón en su afirmación. Por otra parte, es cierto que la esencia de la filosofía es no esperar nada a cambio de su esfuerzo en la reflexión. En tanto que pensar es la acción más libre que podemos realizar, la filosofía no está condicionada ni siquiera por sus propias respuestas, sin esperar de ellas una utilidad práctica. De hecho, se trata de un saber de preguntas, y no de respuestas (como sí lo es la ciencia).

Pero creo que, si profundizamos algo más en el concepto de esperanza, encontraremos un sentido más complejo, e incluso aclaratorio al eterno problema de la existencia o no de la filosofía española. El concepto de esperanza activo es el que los místicos españoles plantearon ya en el siglo de oro. Influenciados por el neoplatonismo, entendían la memoria como acto de reminiscencia que les unían al Ser Creador. Y de ahí nace la “ansiada esperanza”: la espera efectiva y fructífera, fundamentada en las obras de hoy, para preparar la llegada de esa unión en el futuro, cargada de plenitud.

Si ahora desacralizamos estos términos. Si los convertimos en meros conceptos hermenéuticos, desde los que interpretar la realidad, encontraremos que de la memoria que todos tenemos sobre qué es ser humano, de desarrollarse y vivir como persona, de la toma de conciencia de los derechos y libertades que lo constituyen, nace la esperanza fructífera de conseguirlo en la plenitud del mañana anhelado, pero apoyándonos en las obras realizadas en el hoy (que prepararán ese encuentro).

La Guerra Civil y las cuatro décadas de dictadura trasladaron de golpe la vida cultural al medioevo más retrógrado, esforzándose por romper los anclajes con la tradición liberal del XIX de reivindicación de todas las libertades de las personas; conectada, a su, vez con el proyecto emancipador que la modernidad diseñó para el individuo; y que tuvo su origen en la defensa renacentista del sujeto humano frente a lo natural, y de su necesidad de crearse a sí mismo.

Pero, tras 45 años más de democracia, seguimos acomplejados de reivindicar los conceptos hermenéuticos de memoria y de esperanza, como constituyentes estructurales de la persona en tanto que ser social, que nos une a una tradición de siglos en la filosofía española, y nos provee de categorías operativas con las que articular una reflexión precisa y proactiva sobre el ser humano.

 

Eugenio Luján Palma - Filósofo

viernes, 5 de enero de 2024

2024, Año Popular de Miguel de Unamuno

 

No siempre los acontecimientos suceden por evolución natural, muchas de las veces necesitan de un detonante que la provoquen. Toledo es tierra de El Greco. Pero eso lo es hoy, y desde mediados del XIX, que comenzaron a tomarse sus pinturas como con entidad y personalidad propia, adelantada a su tiempo, y precursora de algunos de los movimientos que vinieron después.

Sus estilizadas pinceladas de colores, con una intensidad inusitada en su época, dan una expresividad única a sus obras. Pero, durante siglos, estas se vieron opacadas por el hollín de las velas, el polvo acumulado por el olvido, y la etiqueta de “extravagante” con la que fue denigrado.

Hizo falta el detonante que ofreciera una renovada perspectiva de su obra, para dotarla de una reputada e incuestionable importancia, esa de la que -curiosamente- ni siquiera gozó en vida.

Con la llegada de la democracia, la sociedad española reivindicó la obra de otro de los grandes: José Ortega y Gasset. Ya en la transición salieron publicaciones rehabilitando su pensamiento y su figura. Él, que era repudiado por los exiliados por haberse quedado dentro del país; y por los de dentro, por ser un defensor de los exiliados, nunca encontró su lugar en aquella oscura España. Situación dicotómica que jamás supo encajar, y que le acarreó un declive emocional. Pero, a día de hoy, Ortega ocupa ese lugar de prestigio merecido dentro del paraninfo de intelectuales relevantes.

Sin embargo, con la figura de Miguel de Unamuno -el intelectual más importante que hemos tenido- esta sociedad nuestra aún sigue en deuda. Este año que acabamos de estrenar nos trae un evento muy importante para quienes gustamos de leerle: la Universidad de Salamanca le concederá el doctorado Honoris Causa a título póstumo. Se trata de una concesión que la Universidad en general le debía: una de muchas cuentas que nuestra sociedad tiene aún pendiente con el inagotable (en todos los sentidos) D. Miguel.

Aprovechemos, pues, la circunstancia de este nombramiento como doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca, para convertirlo en ese detonante que su figura necesitaba, con el que traerle del ostracismo al que ha sido deportado desde determinados sectores. 

Reivindico este 2024 como el Año Popular Miguel de Unamuno. Que seamos sus lectores, los que gustamos de acompañarnos de sus letras, quienes le revivamos. Impulsemos en este año su inmensa e intensa obra, desde el boca a boca, proponiendo algún texto suyo para comentar entre amigos, en los centros de trabajo, a través de grupos de lectura de las redes sociales, o en la biblioteca de la que somos socio. Año Popular lo califico, porque no se requiere del apoyo de ninguna institución más o menos oficial o gubernamental. Solo se necesita leerle, y dejar que sus textos nos hablen, dejarnos empapar de su brillante prosa, de la singular poesía, de su enérgica dialéctica o de su desnudo teatro.

A cada cual le sugerirán ideas y pensamientos diversos, sus metáforas le trasportaran a lugares y situaciones diferentes, imágenes distintas se recrearán con sus palabras; pero habrá sido D. Miguel quien haya hablado con nosotros, con cada uno de sus lectores, porque recuerda que “cuando vibres todo entero, / soy yo, lector, que en ti vibro”.   

Ha llegado el momento de demostrar a esos hieráticos vigilantes de su sepulcro, que su losa ya ha sido removida. Y que dentro no yace el cadáver del Unamuno amortajado y momificado por quienes se han querido apropiar de su pensamiento. Hagamos ver a todos que ese sepulcro lleva muchas décadas vacío, porque D. Miguel está vertido en cada una de sus obras; y desde ellas, revive en esos lectores que quieren oírle sin intermediarios ideológicos.


Eugenio Luján PalmaFilósofo

sábado, 30 de diciembre de 2023

De Dios a Cristo, en Unamuno

 

Se cumplen 87 años de la muerte de Miguel de Unamuno y Jugo, el intelectual más importante que ha tenido este país, y uno de los autores más tergiversados, con premeditación y alevosía. Así lo hizo la dictadura franquista, ya desde su propio entierro, interesada en resaltar determinas ideas para conseguir una doble victoria: presentarle como afín al nacional-catolicismo, y desactivar su importante labor de pensador crítico.

Muchos de los conceptos que ahorman su sistema filosófico no expresan lo que parecen, volviéndose presa fácil de esa tergiversación. Por ejemplo, para él la fe no es creer lo que no vimos: “¡creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos, sí, crearlo y vivirlo y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo…” Una afirmación de la “fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua y, por tanto, muerte incesante”.

Esta dicotomía entre fe viva (la del que construye) frente a fe muerta (la de creer por creer), es la que se expresa en San Manuel. En ella, el sacerdote no cree en la vida eterna, ni en otra vida más allá de esta. Pero sí cree en la fuerza de la acción para encontrar la auténtica eternidad, entendida en darse a los demás desde nuestras acciones, “sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo, de la aldea, a perdernos en ellas para quedarnos en ellas”.

Obras a realizar que deben tener como objetivo desarrollar la esencia del ser humano en cada individuo concreto, en cada ciudadano. Una esencia que está en nosotros, que compartimos con el resto de nuestros congéneres, a la que se refiere en 1895 como “la tradición eterna” y que, sin embargo, a partir de 1897 denominará “Dios”. Porque éste “no es el ens summun, el primum movens, ni el creador del Universo, no es la Idea-Dios. Es un Dios vivo subjetivo -pues que no es sino la subjetividad objetivada o la personalidad universalizada…

Para Unamuno, Dios, no es el ser superior creador de toda la realidad (como se dice en el Credo): “sentimos a Dios, más que como una conciencia sobre-humana, como la conciencia misma del linaje humano todo, pasado, presente y futuro,…” Y desde esta conciencia que todos tenemos y compartimos, debemos trabajar para construirnos libremente como individuos, y así mejorar la sociedad como ciudadanos. El pacto social, que garantiza las libertades y los derechos, debe ser ratificado en cada una de nuestras acciones, para cimentarlo y optimizarlo siempre.

Nace, así, la necesidad de darnos constantemente al otro, al prójimo. La obligación de perseguir el ideal de fraternidad y de justicia como forma de vida social, aunque jamás consigamos cumplirlos plenamente. Porque los ideales nunca se cumplen, pero solamente trabajando a diario por ellos hoy, podremos aspirar a que se concreten en el futuro mañana. Unamuno resume esa actitud de persecución activa de los ideales humanos en la figura desmitificada de Cristo, considerado como el hijo del hombre, como el hombre perfecto: porque se dio a los demás en sus obras hasta morir por ellos, y vivir en ellos.

Aspirar a ser eterno desde la fe viva no tiene nada de transcendencia religiosa ni egocentrismo insano. Es el esfuerzo por objetivar la esencia del linaje humano (Dios) en nuestro obrar de cada día, buscando actualizar cada vez más los ideales de fraternidad y de justicia (Cristo), cuyo camino no es otro que el darse a los demás en cada una de nuestras obras.

Una reivindicación del obrar libre del individuo en una sociedad respetuosa con los derechos, donde nos esforcemos a diario por vivir esos ideales humanos. Una defensa, pues, de la necesidad de luchar por “la civilización occidental cristiana.”

 

Eugenio Luján PalmaFilósofo

 

EL RETO - 10. El cruel septuagenario siglo XX (y2)

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