miércoles, 14 de agosto de 2024

EL RETO - 10. El cruel septuagenario siglo XX (y2)

 

2. La intolerancia como origen de los conflictos

La zona designada como los Balcanes ha sido refugio de pueblos muy diversos a lo largo de la historia (incluso de la prehistoria, como ya se explicó). Así han ido surgiendo sociedades con idiomas, costumbres, religiones y sistemas caligráficos diferentes, que compartían un lugar de asentamiento común, una franja de terreno muy concreto. Una diversidad que en sí misma no es simiente de odio ni conflicto, porque entonces la propia humanidad habría desaparecido hace cientos de miles de años. Una diversidad que -como se ha visto en los capítulos anteriores-, es una muestra precisamente de todo lo contrario: la esencia de esta especie conocida como seres humanos.

Sin embargo, lo que ha tenido en común la historia de estos pueblos a principios del siglo XX y en sus postrimerías, lo que ha llevado que la ciudad de Sarajevo sea considerada en occidente como el primer capítulo y el epílogo del siglo XX, el hecho de considerar a este conjunto de sociedades como polvorín o enjambre, está en las decisiones que han tomado quienes ejercían el poder interno y externo a ellas. Por una parte, las diferentes potencias han utilizado esa diversidad de pueblos y sociedades que son los Balcanes, tanto a principios de siglo como en su final, con el único interés de acrecentar su poder externo y buscar su máxima cohesión interna. Era el caso del Imperio Otomano, el Austro-Húngaro, Rusia, Reino Unido, Francia, Italia, cuyo juego de intereses y confrontación de fuerzas les llevaron a crear tras la Gran Guerra el Estado artificial de Yugoslavia, constituido por serbios, croatas, eslovenos, albaneses, macedonios, montenegrinos y bosnios; juego de intereses que se repite en el fin de siglo con potencias como Alemania, Francia, Reino Unido, Rusia y Estados Unidos. Pero también, por otra parte, ese juego de intereses residía en los dirigentes de las sociedades que componían los Balcanes, que veían en el florecimiento y desarrollo de un nacionalismo excluyente la mejor forma de progresar en política y acrecentar así su poder. Es el caso de las numerosas tensiones vividas en la zona que llevaron a la revuelta popular de 1875, desembocando en la guerra Ruso-Turca de 1877-78 cuyo fin obligó a la convocatoria del Congreso de Berlín de 1878 por el resto de potencias, y que terminó por proyectarse en la Primera y Segunda Guerra Balcánica; tensiones nacionalistas que detonaron el asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa (heredero al trono austríaco) el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, a manos de un joven serbo-bosnio, Gavrilo Princip, dando origen al estallido de la Gran Guerra. Unos sentimientos nacionalistas que volvieron a ser ondeados y manipulados por las propuestas políticas de Slobodan Milosevic en busca de la Gran Serbia, y que desembocaron en una serie de nuevas guerras en el seno de la Unión Europea en el verano de 1991: las guerras yugoslavas o de los Balcanes.

Un doloroso periplo de los pueblos ubicados en los Balcanes, donde el conflicto vino buscado, alentado y desarrollado por intereses concretos externos de las potencias internacionales del momento (aquellas que eran influyentes a principios de siglo, o las que lo fueron después en su final); como por la búsqueda de intereses también concretos por parte de personalidades con capacidad de decisión o grupos de poder en esas sociedades y pueblos, que se sirvieron del aliento nacionalista para conseguirlos. Toda esta circularidad de la violencia en los Balcanes, que puede servir como uno de los muchos hilos conductores para explicar el devenir del finiquitado siglo XX en occidente, puede sintetizarse afirmando que Yugoslavia fue un Estado artificial creado por intereses de las potencias internacionales del momento, que jugaron con los intereses nacionalistas internos para conseguirlo. Y, a su vez, Yugoslavia se deja descomponer como país por las nuevas potencias internacionales imperantes en el fin de siglo, utilizando de nuevo el fanatismo nacionalista interno, favoreciéndolo o provocando su repudio, en función del grado de consecución de sus propios intereses en la zona.

Las Guerras Yugoslavas o de los Balcanes, con las que se cierra el cruento siglo XX, fueron los conflictos más sangrientos en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Consiguieron, además, hundir en la pobreza a sus ciudadanos y crear una inestabilidad persistente en esas sociedades. Pero su origen no está en la condición de ser estados multiétnicos, sino en el juego de intereses por parte de elementos externos e internos (como ya se ha expuesto). Ideas que expresó Jorge Dimitrov en el lejano 1929, considerando que el problema de los Balcanes se movía entre la importancia estratégica del lugar para las potencias del momento; la utilización del conflicto interno entre los diversos pueblos que lo componen, para los intereses de esas potencias; y la necesidad de provocar la creación de Estados débiles, para su mejor control, por parte de ellas. El hablar de avispero o polvorín es una manera de ocultar estos tejemanejes de intereses, tanto externos como internos. No podemos referirnos a los Balcanes como un ejemplo de la imposibilidad por conciliar, dentro de un espacio común, distintos pueblos con culturas, idiomas, alfabetos, tradiciones y religiones diferentes. Las guerras de intolerancia que en esta península europea se han vivido no son producidas por el carácter de las personas, ni por las circunstancias geográficas, sino por las decisiones concretas tomadas por individuos o entidades determinadas en un momento preciso del siglo XX. Y, al ser decisiones, estas pudieron ser tomadas de otra manera, en uno u otro sentido.

No son los Balcanes ejemplos de la inviabilidad de los estados pluriculturales, porque los duros conflictos allí vividos han surgido azuzados por el juego de intereses concretos, tanto externos como internos. Se ha utilizado la diversidad cultural no como elemento enriquecedor, sino como arma arrojadiza para violentar al diferente. Nunca la heterogeneidad de las culturas debe ser la justificación de un conflicto porque, en caso de darse, su origen siempre está en entender esa heterogeneidad como un obstáculo; en manipularla para conseguir hacerlo estallar; en maquillar el juego de intereses personales o de grupo con tensiones entre diversidades culturales. Abramos los ojos a la realidad, y no nos dejemos engañar por el sentido que se le quiere dar a las tensiones entre pueblos y culturas.

Como ya se ha analizado en los capítulos anteriores, somos el fruto de una diversidad acumulada desde milenios, tanto a nivel genético como cultural. Por eso, la diversidad, lo heterogéneo, la variedad, no solamente no puede ser ni es algo extraño en la vida del ser humano, sino que se ha convertido desde nuestros inicios como especie en el marco que le ha permitido sobrevivir, desarrollarse y llegar así a la realidad compleja en la que vivimos hoy. Lo que el ser humano necesita más que nunca es aplicar esa disciplina que Aristóteles nos legó, la ética, para acomodar los diferentes comportamientos de los individuos y sus intereses y -entre todos sus miembros-, fomentar una sociedad dentro de la cual las personas conviviendo puedan desarrollarse como tal, respetando su heterogeneidad.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0


martes, 13 de agosto de 2024

EL RETO - 10. El cruel septuagenario siglo XX (1)

 

1. De Sarajevo a Sarajevo

Se ha convertido en tópico considerar al siglo XX como el siglo más corto de la historia de la humanidad pero, a su vez, el más sangriento. Definición cuyos calificativos tienen entre sí una relación de proporcionalidad inversa: a menos años contabilizados, más crueldad desplegada. No en vano se ha llegado a estimar en 110 millones de personas las que fallecieron en sus prolijos y muy diversos conflictos armados. Me sumo a quienes consideran que su inicio está en 1914, con la explosión de la Gran Guerra (que después sería conocida como la Primera Guerra Mundial); y que su fin va unido a la caída del Muro de Berlín en 1989, y sus consecuencias como la Guerra de los Balcanes en el corazón de Europa. Un siglo de 75 años. Pero, sin duda, que se trata de los 75 años más sangrientos que los humanos hemos vivido desde que habitamos el planeta, porque han dado para generar dos Guerras Mundiales; infundir un horrendo miedo durante décadas en caer en una posible Tercera y definitiva; además de provocar innumerables conflictos bélicos de carácter más regionales, pero de una violencia y masacre extrema. Millones de personas asesinadas, inmoladas y desaparecidas en ellos, sin que este costosísimo precio haya sido en pago de la conquista de un efectivo bienestar social e individual que hubiese llegado a todos los rincones del planeta. Un siglo corto, pero demasiado fructífero en violencia y muerte entre humanos para el bajo nivel de satisfacción en el que se ha desenvuelto la convivencia común.

Trágico desarrollo con el que tiene puntos de intersección otro rasgo también característico del septuagenario siglo XX: la consecución de una puntera y eficacísima tecnología, que ha permitido al ser humano conocer y dominar aspectos impensables de la realidad. La industria bélica comenzó beneficiándose de ella: de ahí que la Gran Guerra sea considerada como la que abre un nuevo siglo, entre otras cosas, por ser novedosa en su utilización y puesta en práctica. Pero, tras sus logros, el mundo de la tecnología se ha servido de la industria armamentística como banco de prueba y desarrollo de los nuevos inventos, que después han pasado a formar parte de la vida cotidiana del ciudadano de a pie. Tristemente, el avance tecnológico que poseemos y con el que se pretende que disfrutemos de una vida más cómoda y humana (aportando más capacidad de disfrute del tiempo libre, por ejemplo), ha venido de la mano de un aumento de la violencia o el miedo en las diferentes sociedades actuales.

Una expansión de la tecnología casi a nivel exponencial, con respecto al resto de los siglos, que ha permitido introducir una nueva praxis de acción entre las personas así como un calificativo con el que denominar a esta época: el concepto de globalización. La tecnología de la comunicación ha permitido achicar el planeta, e interconectar nuestras vidas con personas o sociedades en las que, solamente unas décadas antes, ese contacto casi inmediato y exquisitamente fluido, era impensable. La economía se ha deslocalizado volviéndose global, y abocando a los Estados y Sociedades a estructurarse de forma que se impulse y garantice ese intercambio de productos y conocimiento a nivel planetario, promoviéndose cada vez más la integración de las economías y sociedades nacionales en el mercado mundial. Evidentemente, como todo proceso humano, la globalización no solamente ha generado riquezas a los Estados que se han visto vinculados a esa inter-relación mundial: también es el origen de profundas desigualdades y conflictos, así como causante de explotaciones y aumento de la pobreza en sociedades y países sobre todo del hemisferio sur.

Un durísimo y recortado siglo XX que, entre las muchas peculiaridades reseñables, tuvo la de comenzar y concluir en la ciudad de Sarajevo como escenario principal. Escenario que, para la escritora Susan Sontag, es incluso el del inicio del nuevo siglo XXI. Precisamente la zona de los Balcanes se erige como una de las posibles perspectivas interpretativas de los hechos acontecidos en el siglo pasado, pero incluso también de los posibles sucesos que pueden acontecer en este nuevo siglo XXI. Esta especie de déjà vu europeo no debe tener su razón de ser en la concepción simplista de los Balcanes como estereotipo de una sociedad fragmentada y heterogénea, abocada al conflicto constante. De hecho, se utiliza conceptos como sociedad balcanizada, balcanización o balcanismo siempre con connotaciones peyorativas: en las que se quiere resaltar fragmentación, enfrentamiento, hostilidad entre las partes, violencia desde un odio atávico entre etnias, culturas y/o religiones. Una visión heredada de la interpretación que se daba ya en la literatura de viaje del siglo XIX, y que a día de hoy se pretende rectificar desde un proyecto académico que busca reconstruir puentes a lo largo y ancho de los Balcanes. La razón es sencilla: cualquier conflicto, luchas, o guerras no son productos inmediatos de las situaciones, por muy tensas que se muestren; ni de los propios escenarios geográficos en los que se den, por muy fronterizos que estos sean; sino de las decisiones que se tomen por las personas competentes en ese momento. Y ante esas decisiones, como condicionantes, caben intereses de toda índole cuyos contenidos a conseguir se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad. Intereses que son los que abocan, fomentan o paralizan los conflictos entre individuos y sociedades.

No hay sociedades conflictivas cuyas señas de identidad sea el odio y el combate permanente; sino juego de intereses, manipulados con cierta habilidad por determinados individuos con poder de decisión, que abocan a esas sociedades al conflicto tanto interno como externo, o ambos a la vez. Una trágica forma de canalizar esos instintos de territorialidad y jerarquía que nos siguen dominando atávicamente como primates que somos, latentes en nuestro más profundo ser biológico.

 

 Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0


domingo, 11 de agosto de 2024

EL RETO - 9. Sobre la consciencia de la consciencia

 

En el capítulo 3 puse de manifiesto nuestra condición de primates sociales, que debemos aceptar si realmente pretendemos entender nuestro actuar diario, en tanto que individuos pertenecientes a sociedades de diferentes tipos y grados. Aspecto que, además, considero indispensable si se quiere encontrar una ética que organice ese actuar desde principios universales.

Como tales, y tras un caminar evolutivo de seis millones de años, cada persona lleva una carga genética que condiciona su desarrollo fisiológico a lo largo de toda la existencia. Algunos de esos rasgos los compartimos con el resto de primates, más o menos cercanos, incluso con otros mamíferos. Nuestros cerebros, con una complejidad importante en ellos, fruto también de ese proceso evolutivo, tienen una semejante arquitectura interna. De ahí que respondamos de una forma muy parecida ante los acontecimientos que nos sobrevienen en nuestra vida diaria. El dolor, el miedo, la angustia, la tristeza, la alegría, … son emociones y sentimientos que brotan en circunstancias similares en los primates, pero también entre los mamíferos. Incluso la consciencia es un rasgo que se da en muchos de ellos: esa capacidad de reconocerse como individuos, diferentes al mundo en el que se vive, distintos de los objetos que contiene, frente a ellos y a los demás, con la posibilidad de tomar decisiones intencionales cuyas consecuencias -de forma directa o indirecta- les pueden afectar.

Sin embargo, los primates humanos poseemos un cerebro más encefalizado, con un lóbulo prefrontal dedicado a pensar; a valorar situaciones para elegir qué respuesta concretas dar en cada momento; a derivar posibles consecuencias futuras de realizar una acción o acciones determinadas; a deducir juicios nuevos poniendo en relación diferentes evidencias o ideas; a tomar decisiones que el sujeto considera más oportunas en ese momento concreto; a establecer y reconocer la aceptación de normas o decidir voluntariamente su no cumplimiento, …

Seguimos siendo territoriales y jerárquicos. Gustamos de marcar aquello que consideramos nuestro, resaltando que es nuestra posesión, y delimitando el acceso de los demás; defendemos denodadamente a familiares o amigos más cercanos; reconocemos la jerarquía, pero también imponemos la nuestra; realizamos ritos de cortejo para acceder sexualmente a quienes nos atraen, … El desarrollo de nuestra cultura nos ha llevado a tan altos niveles en la creación y uso de la tecnología, que llegamos a considerarnos como seres alejados del mundo natural: aunque, curiosamente, reproducimos en ella los mismos caracteres biológicos con los que la naturaleza nos determina. No solamente en la vertiente de los video juegos o en el de las redes sociales, que serían los ejemplos más obvios; sino, también, en la manera de diseñarla, y en la de organizar internamente la información de la que se vale para su funcionamiento.

Somos primates humanos muy encefalizados, que no solamente poseemos la consciencia de nuestro existir, de nuestra propia vida como diferente frente a todo lo que nos rodea: el sabernos distintos a todo y a todos los demás, y con capacidad de acción. Sino que somos conscientes de que el resto de personas poseen también esa consciencia de sí mismos. Apareciendo de esta forma una meta-consciencia, si se me permite denominarla así, que nos hace considerar a los otros también como individuos con entidad y posibilidad de acción propia, cuyas decisiones y actuaciones pueden afectar de diferentes maneras a los demás, o al medio.

Una meta-consciencia que -en último término-, remite al ámbito de la responsabilidad en las acciones de cada sujeto. Como somos conscientes de que todos -salvo enfermedad que lo impida- nos sabemos diferentes a la realidad y a los otros, con capacidad de tomar decisiones y llevar a cabo acciones que pueden que afecten a los demás y al propio medio, entonces aparece la responsabilidad (que ya no pertenece al ámbito de la consciencia, sino al de la conciencia moral).

Hay que tener en cuenta que no existe ninguna red neuronal en el cerebro donde resida la responsabilidad moral como tal. Esta surge siempre de las relaciones que establecemos conscientemente con los demás. Es desde el reconocimiento de la existencia individual y personal de los otros, otorgándoles la misma entidad con la que cada sujeto se reconoce a sí mismo como diferente a todo y a todos, de donde nace mi responsabilidad en los actos que realizo. Es, si se quiere, una consecuencia de nuestro cerebro social, de esa consciencia de la consciencia, y aparece en las personas desde el prístino reconocimiento del otro.

Todo esto nos conduce de nuevo al pensamiento de Aristóteles quien, al señalar a la ciudad, a la sociedad (a la polis), como el hábitat natural del ser humano, percibió la necesidad de establecer límites en nuestras acciones. Las personas buscan su mejor desarrollo, pero los intereses son diferentes en cada una, y cambian dependiendo de la situación en la que se encuentren. La sociedad se convierte en un conflicto de intereses constante y continuo, tanto entre sus individuos como entre los muy dispares grupos que la constituyen, donde cada cual lucha por conseguir lo que considera propio o que se merece: y, las más de las veces, al precio que sea. Pero si, tal como la entendió el estagirita, se trata del hábitat propio del ser humano, el único lugar en el que puede convertirse en persona desarrollando sus potencialidades, habrá que encontrar la manera de organizar la convivencia, de poner límites para encauzar las acciones que conlleven la realización de las personas, y no su aniquilación. Así, de la mano de Aristóteles, se alumbra una de las disciplinas más importantes y definitorias de la humanidad: la ética (de la que hizo depender la política).

Su función es establecer, por una parte, los principios adecuados que canalicen el comportamiento de todos los miembros de la sociedad, para contribuir a que mantengan una convivencia lo más enriquecedora posible, evitando conflictos y luchas cainitas que puedan acabar con el grupo social. Apela, así, al concepto de virtud, es decir: a determinar qué tipos de actos son los propiamente humanos, los que realizándolos -bien por el hábito o la práctica, bien porque así lo vislumbramos racionalmente-, nos acercan más al comportamiento de las personas y nos alejan de la animalidad (o nos diferencian de las divinidades)[1]. Y, por otra, identificar la consecución de ese objetivo (bien máximo o bien supremo), con el que cada persona que lo integra parece vivir en un estado de felicidad de mayor durabilidad.

La ética, pues, tiene su origen remoto en esa consciencia de la consciencia, porque -en tanto que los otros son reconocidos por cada sujeto también como personas independientes de la realidad, con capacidad de actuar intencionalmente sobre ella-, provoca que cada sujeto en concreto tenga que responsabilizarse de sus actos ante ellos. Momento en el que comenzará a desarrollarse la conciencia moral, uno de los elementos definitorios que configuran lo que he denominado el cerebro social.

Ya se ha mencionado cómo la solidaridad y la compasión nos hacen ser personas, ser seres humanos, diferentes del resto de primates, y de algún otro mamífero en especial (como los delfines, aunque sobre estos seguimos a la espera de estudios definitivos). Es cierto que, dentro de sus grupos sociales, aparecen conductas que calificaríamos de solidarias y compasivas con respecto a los demás. Lo que ocurre es que no son frecuentes, y si lo son están realizadas hacia miembros con los que el sujeto está directamente emparentado. Pues bien, detectar esos comportamientos que favorecen la convivencia, promoverlos entre los miembros de la sociedad, mantenerlos en el tiempo y proyectarlos a futuro enseñándoselos a las nuevas generaciones, es la función fundamentad de la ética, ese invento aristotélico.

Sin embargo, la historia de la evolución humana, su prehistoria más lejana y su historia más reciente, están fundamentadas en la lucha por la territorialidad y la jerarquía. Los diferentes homininos se enfrentaron tan encarnizadamente entre ellos, como luego lo hicieron los pertenecientes al linaje homo: los grupos de homo sapiens, además de relacionarse con los neandertales y generar una hibridación que genéticamente hemos heredado, combatieron por su hábitat hasta eliminarles.

Las guerras han acompañado al homo sapiens desde antes de existir como tal, y se han mantenido entre sus grupos tras mostrarse como la estirpe homo imperante. La prueba la tenemos a día de hoy en las crueles guerras que se mantienen vivas en territorios tan dispares como, por ejemplo, el de Ucrania o el de Palestina. De ahí que, visto desde la perspectiva evolutiva, no podamos hablar de poblaciones nativas en los diferentes puntos del planeta, porque toda su ocupación por el homo sapiens ha sido fruto de corrientes migratorias: provocadas por luchas, por guerras, por deterioro del hábitat, por la presión de la cultura dentro de los grupos humanos, por glaciaciones, ...

Evidentemente, todos los asentamientos humanos tienen una cronología. Se puede datar desde cuando comenzaron a serlo y hasta cuando lo fueron, y por quienes. Pero ello no conlleva que, quienes lo poblasen, fuese poblaciones autóctonas. Primero, porque evolutivamente lo que con ese concepto se quiere manifestar, nunca ha existido. Segundo, porque son muchos los lugares que fueron elegidos consecutivamente, no solo por grupos humanos diferentes, sino incluso con una concepción de la realidad opuesta, con una cultura muy distinta. Por tanto, una cosa es la cronología de los asentamientos, y otra la existencia de una población autóctona. Solamente considero con cierto sentido utilizar el concepto de poblaciones autóctonas, siempre que se las sitúe correlativamente al periodo temporal en que ocuparon ese asentamiento.

Tal como mantuve en el capítulo primero, somos una especie que hemos sobrevivido gracias a la mezcolanza genética y cultural, por tanto, no podemos querer encontrar “lo puro” en ella: porque ni existe ni ha existido nunca. Ello no es más que un mero artificio abstracto, una quimera intelectual, a la que apelan quienes quieren marcar la diferencia con respecto a otras personas, a otros grupos sociales o entre distintas culturas.

La búsqueda de una ética que canalice la convivencia dentro de los grupos sociales humanos, siempre opacada por la lucha presente en ellos desde esos instintos de territorialidad y jerarquía impresos en nuestra genética, es la respuesta que da el ser humano desde aquella intuición primigenia en la que consigue vislumbrar la consciencia de que todos tenemos consciencia.

 

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0



[1]De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre. Como aquel al que Homero vitupera: `sin tribu, sin ley, sin hogar´; porque el que es tal por naturaleza es también amante de la guerra, como una pieza asilada en el juego de damas.” Aristóteles: Política, Trad., intr. y notas Manuela García Valdés, Biblioteca Clásica Gredos, libro I, cap. 2, 9-10, p. 50.

jueves, 8 de agosto de 2024

RETO - 8. Diferencias entre homo socialis y zoón politikón

 

Dentro del horizonte hermenéutico de la filosofía griega, el concepto de logos (λόγοs) es fundamental. Pero si, dentro de ella, nos referimos al pensamiento de Aristóteles, su importancia se acrecienta. Porque es, precisamente, en torno al logos (λόγοs) donde desarrolla su teoría psicológica, sobre cómo está constituido el ser humano (enlazada con la teoría hilemórfica); su ética, donde nos explica cómo comportarse moralmente en convivencia con los demás; y su teoría social (su política) como ese ámbito en el que el ser humano se constituye en persona. De ahí que el logos (λόγοs)  en su obra filosófica se erija como uno de los conceptos más importantes, sin cuya adecuada comprensión se hace muy difícil entenderla como un todo.

Sabemos que la traducción al castellano depende del contexto, variando entre palabra, diálogo o razón, pensamiento. Sin embargo, siguiendo la sabiduría popular, el dicho de “traduttore, traditore” (traductor, traidor) también se cumple cuando se quiere volcar su significado a nuestra lengua. Situémonos, por ejemplo, en el transcendental texto del capítulo 2º del libro 1º de la Política, donde afirma contundentemente que: “El hombre, es por naturaleza, un animal político”. La explicación que proporciona Aristóteles es que: “Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra.” Estos disponen de voz (foné), “una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. (Ya que su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer e indicarse estas sensaciones unos a otros). En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto.[1] 

¿Qué le ocurre al lenguaje humano para transcender al del animal y así ponderar, calibrar, el tipo de acción realizada por un sujeto cualquiera? ¿Cómo la palabra, en apenas dos renglones, deja de ser una mera trasmisión de emociones, para convertirse en trasmisora del grado de valor de una acción, propia o ajena? Aquí es donde se muestra en su esplendor el fantástico término griego logos (λόγοs), que en este uso filosófico ni es solo razón ni es solo palabra. ¿Qué sentido tiene decir que, como tenemos palabra, podemos discernir entre el bien y el mal? ¿O mantener que, por tener lenguaje el ser humano es un ser moral? Hay algo que se escapa a ese paso de la foné al logos en estas traducciones, pero que aparece incorporado en el propio concepto heleno.

Cuando los filósofos del pensamiento griego utilizaban el concepto logos (λόγοs), lo hacían uniendo en él la función de la palabra y la de la razón; la labor del pensamiento en tanto que reflexión y su capacidad de ser transmitido a través del lenguaje. Ese es su universo simbólico esencial, que se traiciona cuando es traducido simplemente por una de esas dos funciones: palabra o razón. Desde siglos, al elegir entre una u otra, se le ha capado de su completa significación, evidentemente provocado por la imposibilidad que supone una traducción literal de un idioma a cualquier otro. Por eso, hay que reivindicar la complejidad de su sentido, único camino desde el que desvelar el entramado filosófico que Aristóteles urde en torno a su significado.

Con logos (λόγοs) los griegos en general y Aristóteles en particular, hacen referencia más bien a una palabra razonada, a una razón dialogada. Algo imposible de traducir con un solo concepto, incorporando todo su sentido en nuestro idioma. La diferencia de las palabras (lenguaje humano) y la voz (lenguaje animal), es la capacidad que aquellas tienen de simbolización, de conceptualización, permitiendo una separación de la realidad, una abstracción del factum concreto, para reflexionar y razonar sobre ese hecho puntual, desde la universalidad. Y, a su vez, el pensamiento o la reflexión que se lleva a cabo desde la razón, posee la característica de poder ser transmitido en un lenguaje lógico-abstracto, comprensible y accesible por los demás miembros de la comunidad. Solamente teniendo presente la doble cara del logos (λόγοs) que interactúa mutuamente, se desvela a los ojos del lector la importancia de este concepto en la obra de Aristóteles: sobre el que pivota, como he adelantado, cuatro de sus grandes teorías, como son la psicológica, la hilemórfica, la ética y la política.

Recordemos que, en sus diferentes obras, nos describe a un ser humano compuesto de cuerpo y alma, donde el alma (que más tarde se reducirá al entendimiento agente: lugar en el que se generan las palabras y los juicios) tiene como función principal la racionalidad, la reflexión y la palabra: el logos. Al ser este la característica propia del ser humano, es lo que constituye su forma sustancial y hacia la que debe tender en su realización como individuo. Una actualización que solamente pueda darse en sociedad, porque junto a los demás se genera el tiempo libre necesario para dedicarse al desarrollo de ese logos: la reflexión, la racionalidad y el lenguaje. Y que le va a permitir una convivencia adecuada, aplicándolo al desarrollo de las virtudes (sobre todo las dianoéticas), así como a la teoría del justo medio: desde la racionalidad (logos) el ser humano evalúa y valora la acción correcta, detectando ese medio áureo entre dos vicios, que es siempre considerada como la acción correcta.

Espero que, tras esta reflexión, adquiera sentido pleno el texto citado. La diferencia entre la voz en los animales y el logos, es que la palabra permite la transmisión de un pensamiento, de una decisión evaluada y ponderada desde la razón, que se comparte con los otros: “la palabra razonada / la razón dialogada [logos] existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones”.

Además, en este texto, al comentar la diferencia de la foné y el logos, Aristóteles introduce una frase que evidencia otra de las características fundamentales de todo pensamiento antiguo: “La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano.” Con lo que vuelve a resaltar a la teleología como motor de la transformación de los seres naturales. Todo se desarrolla siguiendo su propio fin, su propia esencia, su forma específica, buscando actualizar eso que el ser es.

Evidentemente, el homo socialis que propongo no se corresponde con el zoón politikón que acabo de analizar. Este necesita de una sociedad, porque solamente viviendo en ella junto a los demás, consigue la actualización de sus potencias humanas. De ahí que, funcionalmente, ella sea reconocida por el estagirita como más importante que la propia existencia de los individuos: “la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros.[2] Es decir, la naturaleza crea la sociedad para que el ser humano -como ser natural- actualice en ella sus potencialidades (el logos, tal como quedó explicado). Así, la sociedad es vista por Aristóteles como una entidad independiente de la persona, y la condición necesaria para que esta acontezca y se desarrolle. Pero, siempre, desde la perspectiva de la concepción teleológica, que rige y dirige al mundo natural, donde todos los seres se desarrollan buscando actualizar su función principal, su esencia.

El concepto de homo socialis que ofrezco, también necesita de una sociedad para desarrollarse junto a los demás congéneres que la habitan. Pero, a diferencia de las tesis de Aristóteles, esta no aparece en el ser humano “por naturaleza”. Nuestra evolución ha ido dando pasos en función de la posibilidad de la supervivencia de los individuos; donde la carga genética, las mutaciones, las influencias del medio físico, las alteraciones de este desde las más diversas prácticas culturales ideadas desde generaciones ancestrales, y las decisiones tomadas puntualmente por los individuos de los muy diferentes grupos a lo largo de los miles de años de evolución, han moldeado el hábitat social humano. Un hábitat social construido, fundamentado, en la interacción constante de los cerebros individuales que lo constituyen, y de estos con las generaciones pasadas; para, desde sus creaciones culturales, adaptarse a un medio físico concreto siempre inhóspito, en el que consigue sobrevivir el ser humano.

Pero, y aunque es cierto que la cultura nos determina, no hay que entenderla como un marco rígido desde el cual las personas nos creamos. Esta visión simplista vendría a ser aquella perspectiva teleológica actualizada. Sino que, más bien, a todas las interactuaciones que se llevan a cabo en una sociedad entre sus miembros, y estos con las generaciones pasadas, y todos con respecto al medio físico, se utilizan pensamientos, ideas, teorías, creencias, valores, instrumentos, tecnología, … que se heredan, se trasmiten, se cambian, se transforman, se inventan … Y es a eso, a todo ello en constante dinamismo de interacción mutua, a lo que consideramos en conjunto como cultura. Algo que solamente puede tener lugar dentro de la sociabilidad humana.

 

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0



[1] Aristóteles: Política, Trad. de Carlos García Gual, Madrid, Alianza Editorial, 1986, libro 1, capt. 2, pp. 43-44.

[2]Ibidemos.


viernes, 2 de agosto de 2024

EL RETO - 7. Más allá del homo faber y del homo loquens (y2)

 

2. Propuesta de solución

 

Justo es a este punto al que quería llegar, para fundamentar una reflexión que considero necesaria. No podemos comprender al ser humano ni desde la perspectiva del homo faber ni de la del homo loquens. Siendo las dos verdaderas, no existe la dicotomía ni entre inteligencia y mano, ni entre la función de fabricar tecnología y la del lenguaje humano. Es una forma parcial de plantear el problema y, por tanto, la respuesta -se decante por la postura que se decante-, seguirá siendo parcial.

Cuando la reflexión se centra en resaltar uno de esos binomios, se hace desde una concepción transcendental. Es decir, a modo de epojé, se ha suprimido el contexto en el que tienen lugar las acciones humanas para alumbrar así a un estereotipo de individuo universal (transcendental); y, desde él, se pondera una u otra de sus características supuestamente fundamentales (el poder de la inteligencia sobre la mano, o viceversa, o el mundo de la palabra sobre el material de la acción.)

Hay que tener presente, por ejemplo, que el lenguaje aparece en los niños en torno a los dos años. Todos nacemos con las áreas del lenguaje preparadas para actualizarse; y con un aparato fonador desde el que emitir las palabras del idioma correspondiente. Pero ningún niño aprenderá a hablar con soltura, como cualquier humano, si no se le estimula a ello, si se le evita el contacto con los demás. Nacemos pre-programados, pero esos programas necesitan ser activados desde el mundo social en el que vivimos.

Y lo mismo ocurre con la inteligencia y el pensamiento. Los lóbulos con sus respectivas áreas, interconectados entre sí por los diferentes entramados neuronales, no se activarán si quienes rodean a esos niños no lo provocan. Tendrán la potencialidad de desarrollar la inteligencia y el pensamiento, el programarse a futuro, idealizar desde la realidad para -desprendiéndose luego de lo material-, pensar desde esas ideas. Dicho de manera rápida: nacemos con unas capacidades biológicas, impulsadas por nuestra carga genética, producto de la selección natural. Pero ellas, por si mismas, no se desarrollan: necesitan ser estimuladas por los otros. Una prueba más de que somos seres carentes, donde el otro es imprescindible para que se dé mi existencia humana, en todos los sentidos.

Una actualización de esas potencialidades que la selección natural ha preservado, dotando al ser humano de una larguísima infancia. Por ejemplo, llama la atención que, en la edad de piedra, siendo el periodo más extenso en el que ha vivido la humanidad, sus avances a nivel de fabricación de instrumentos y del uso del lenguaje fuesen escasos. Probablemente, la explicación fundamental se encuentre en que su esperanza de vida era corta: tanto, que impedía a los homininos prosperar en la activación de los todavía rudimentarios módulos del lenguaje, de la inteligencia y la habilidad técnica; y, por tanto, tenía lugar una precaria trasmisión a las generaciones siguientes de esos elementos de la cultura lítica. Hasta que, tras cientos de miles de años no se estabilizó y aumentó la esperanza de vida, no hubo un avance en la creación de instrumentos y en el desarrollo del lenguaje. Así, nuestra larga infancia -otro triunfo de la selección natural-, garantiza que el fructífero contacto inter e intra social sea lo más provechoso para la supervivencia del grupo.

Esto nos lleva a afirmar que ni somos homo faber ni somos homo loquens, lo que realmente somos es homo socialis. Tanto el desarrollo de la inteligencia como el del lenguaje es producto de la sociedad en la que vivimos: de la constante interacción humana, del aprendizaje junto a los demás.

Porque es en sociedad (sea del tamaño que sea), donde se consigue conectar los cerebros de los diferentes individuos que la componen. Son innumerables las interrelaciones entre ellos para conseguir la supervivencia. De aquí nace la cultura. Lo que va a permitir que esas conexiones lleguen a extenderse a generaciones pasadas ya desaparecidas, o a las venideras, y que aún no están. Un concepto de cultura que no debe ser entendido como una mochila de conocimientos, herramientas, normas, valores, costumbres… que nos vamos pasando de generación en generación, y que cada una de ellas rellena con elementos nuevos, o cambia unos por otros, o directamente elimina lo que no les sirve y la hace más liviana... Esta visión vuelve a ser estática. No explica la esencia ni de la vida en general, ni de la vida humana en particular: que es un constante fluir, un eterno interaccionar.

Tampoco la cultura, ni los elementos que la componen, tiene sentido “por sí misma”. No es un marco estable y fijo. Toda persona entendemos la realidad desde la cultura en la que hemos nacido (hasta aprendemos a sentir sensorialmente), nos condiciona para interactuar con la realidad y poder sobrevivir en ella. Pero su origen está en el contacto con los otros individuos. La cultura es fruto de la interacción del hombre con el medio, y está en constante desarrollo, no es un marco fijo y estable.

Entendiendo como medio o hábitat del ser humano, no solo el entorno físico en el que se desarrolla su vida o la vida del grupo en el que se encuentra inscrito. Sino que, además de ese mundo físico, su hábitat es también la propia sociedad en la que vive. En cuya interacción con los demás, se va desarrollando como persona. No solamente interaccionamos con el medio para ajustarlo a nuestras necesidades, sino que hemos inventado y construido nuestro propio medio: el social.

Y esta visión dinámica del crearse de cada persona desde la interacción con el otro; provocando, así, la actualización de módulos esenciales para la vida humana con los que nacemos; en un entorno físico en el que se habita, pero inserto en un grupo social concreto, ideado y en constante construcción por sus propios miembros, es lo que me lleva a poner el acento en la sociabilidad humana como lo que realmente nos dota de humanidad.

La dicotomía mano / inteligencia, homo faber / homo loquens es un artificio intelectual, una mera ficción. Solamente tiene sentido desde la concepción previa y constituyente del ser humano como homo socialis.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

jueves, 1 de agosto de 2024

EL RETO - 7. Más allá del homo faber y del homo loquens (1)

 

1. Planteamiento

 

A mediados del siglo XIX, el concepto de homo faber aparece en la filosofía de los pensadores materialistas de la esfera de Marx y Engels. Para ellos, la tarea fundamental del ser humano durante toda su historia, no ha sido otra que la de transformar la naturaleza (la realidad) para poder sobrevivir en ella. Ha sido capaz de desarrollarse en esta realidad inhóspita, únicamente desde la destreza que tiene para transformarla. Una tarea de transformación que la persona solamente puede llevar a cabo con esfuerzo, desde una labor constante o, dicho con terminología marxista, desde el trabajo. De ahí que, para Marx y el marxismo, el trabajo sea la esencia de todo ser humano; y que, un trabajo que esclavice al proletario por las condiciones laborales en las que se da, o le someta por la comercialización egoísta que realiza el capitalista de sus productos, es alienar a la persona, enajenarle de su ser más íntimo, quitarle su razón de existir.

En 1907 será Henry Bergson quien volverá a ponerlo de moda en filosofía, con La evolución creadora. Considera que, no somos homo sapiens y por ello construimos herramientas y tecnología; sino al contrario: que de la construcción de estas en sus más diversos grados, se potenció el desarrollo de la inteligencia. Por lo que considera que su característica fundamental es ser “la facultad de fabricar instrumentos artificiales, en particular útiles para hacer útiles, y variar indefinidamente su fabricación.”[1] Solamente la humildad, afirma Bergson, haría hacernos asumir que, más que homo sapiens en realidad lo que somos es homo faber.

La cuestión que esta reflexión pone sobre la mesa es, aunque parezca mentira, tan antigua como el propio filosofar. Así como la inteligencia es una expresión de la razón, del conocimiento racional; la tecnología, la creación de instrumentos, está relacionada con la mano: con la capacidad que tienen las personas de, tras manipular determinados materiales, crear artefactos que puedan aplicar para conseguir algún fin en concreto. En definitiva, cómo se debe entender la relación entre el binomio inteligencia y mano. ¿Somos inteligentes y por eso tenemos manos precisas que permiten generar tecnología? ¿O, por el contrario, como tenemos manos que nos permiten desarrollar una precisa tecnología, por eso somos inteligentes? Una controversia que aparece ya en el texto de Aristóteles De partibus animalium, respecto a la tesis mantenida siglos antes por el presocrático Anaxágoras:

Anaxágoras dice que el hombre es el más inteligente de los animales por el hecho de tener manos. Pero es más razonable decir que posee manos porque es el más inteligente. Las manos son un órgano y la naturaleza siempre atribuye, igual que un hombre inteligente, cada órgano al animal que puede utilizarlo (…); el hombre no es más inteligente gracias a las manos, sino que tiene manos porque es el más inteligente de los animales. En efecto, el ser más inteligente podría utilizar correctamente un gran número de órganos, y la mano no parece ser solo un órgano sino varios. Es como un órgano de órganos. Así pues, la naturaleza ha concedido el más útil de los órganos, la mano, al ser que es capaz de adquirir muchas habilidades.” [2]

Empezando su análisis por el final, se aprecia esa concepción teleológica de Aristóteles, característica propia del pensamiento antiguo: en la naturaleza, todo tiende a algo. Era la manera de explicar el movimiento (en tanto que cambio, desarrollo y desplazamiento) de los seres y en los seres. Para Anaxágoras, del uso preciso de la mano aparece el desarrollo de la inteligencia: el ser humano es inteligente, gracias a la mano. Como fabrica objetos, esa actividad genera como consecuencia el desarrollo de la inteligencia. Una tesis que Aristóteles critica desde la teleología: para que la mano, en tanto que “el órgano de los órganos”, pueda ser usada con destreza, debe existir una inteligencia que la dirija.

Además, Aristóteles reprocha a Anaxágoras que no resalte la facultad más importante que tenemos: la inteligencia (la razón, el pensamiento); sino que la supedite a la mera elaboración de herramientas, que era una acción de orden inferior. Recordemos que, para Aristóteles, tekné tiene que ver con la elaboración o creación de algo, pero no por mera rutina o práctica, sino desde el conocimiento racional suficiente de cómo y por qué lo hace. Digamos que, hoy, se correspondería más con la actitud de un ingeniero que el de un operario: éste sabe “hacer”, pero desconoce los fundamentos racionales -o científicos- de por qué lo hace. De ahí que, ante la relación mano / inteligencia, Aristóteles abogue porque desde la inteligencia surge la habilidad de la mano.

Un texto curioso, ya que en el siglo XX sí que se va a discutir profusamente de ello, dentro de la antropología filosófica. Disciplina novedosa que lanza Max Scheler con su obra El puesto del hombre en el cosmos de 1924, dentro de la nueva corriente de pensamiento que era la fenomenología por esta época. Que, aunque iniciada por Husserl, en sus conceptos fundamentales se pueden rastrear la influencia de Bergson. Por tanto, si la obra de Bergson palpita en la fenomenología de Husserl, también influirá a sus discípulos: como era Scheler, y más tarde Martín Heidegger: quien, precisamente, meditará con profusión tanto sobre el homo faber como sobre el homo loquens. Influencias que recogerá la filosofía de Hannah Arendt (discípula de Heidegger), aunque desde una perspectiva más política.

Dentro de la antropología filosófica se inscribe la pregunta de si las peculiaridades y precisión de la mano del homo sapiens era producto de su compleja inteligencia; o, al revés, si esta compleja actividad intelectual provenía de la habilidad de la mano. Un desempolvar la disputa entra Aristóteles y Anaxágoras, pero ahora dentro del contexto evolutivo.

En el proceso filogenético, dentro de los homininos, tuvieron lugar cambios fisiológicos importantes. En la especie homo fueron transcendentales para su desarrollo posterior. En primer lugar, la posición erguida, el bipedismo, desencadenó otros cambios en la estructura ósea de nuestros antepasados.

Se alargaron las extremidades inferiores, y se recubrieron de una importante masa muscular. Los pies se adaptaron para soportar todo el peso del cuerpo, creando un puente entre el calcáneo (el talón) y el antepié. Conformado por una complicada estructura de múltiples huesos, este pie le permite al homo sapiens una gran flexibilidad, armonía y destreza en mantener el equilibrio, y en la realización de la marcha: puede alargar el paso sin perder la armonía del movimiento.

Un bipedismo que también trajo la transformación de la pelvis. Pasó de ser larga y estrecha (como la de los gorilas y chimpancés, lo que les impide la posición erguida); a convertirse en más corta y más ancha, para recoger el peso de todo el cuerpo y distribuirlo de manera equilibrada a las dos piernas. Anchura que va a permitir, también, el nacimiento de una descendencia con una capacidad craneal mayor.

La pelvis está unida al cráneo a través de la columna vertebral. Pero, a diferencia del resto de homínidos, no lo hace por la parte posterior (con lo que el cráneo queda proyectado hacia delante); sino ocupando una posición central: así la cabeza queda en perfecto equilibrio sobre la columna. Ésta, por su constitución, forma una curvatura en forma de “S”, y existen unos cartílagos entre las vértebras que amortiguan el peso, transmiten todo él a las piernas.

Con la posición erguida, además se consigue la liberación de las manos. Ya no están condenadas a la función sustentadora y marchadora, como les ocurre a los chimpancés y gorilas, por ejemplo. Los brazos redujeron su longitud hasta la mitad del muslo, y las manos adquirieron una extrema habilidad para la manipulación, construcción y uso de instrumentos diversos.

Manos que, en los humanos, tomó una forma más corta pero más ancha. Aunque su gran rasgo evolutivo es el de la oponibilidad total del dedo pulgar al resto de los dedos. Lo que proporciona a la mano humana una máxima flexibilidad en movimientos como la extensión, la flexión y la presión, dotándola de una gran precisión.

La liberación de las manos de la función caminante y de equilibrio, provocó una reacción a lo largo del proceso evolutivo, de conversión del aspecto del rostro humano. Al quedar libre, se las utiliza también para transportar objetos y partirlos. Funciones que, antes de esa liberación, realizaban las fuertes mandíbulas y colmillos que siguen teniendo los grandes simios.

La boca, así, se especializará en tareas sobre todo de tipo expresivo y comunicativo, alumbrando con el paso de los largos periodos evolutivos el rostro de los humanos de hoy en día:

-      Disminuye el prognatismo, porque la boca va reduciendo su proyección. Comienza a desaparecer el hocico, y la musculatura de los labios (pasando a ser cortos y más débiles).

-      Disminuye el grosor de las mandíbulas, porque ya no necesitaban tanta potencia para las nuevas funciones expresivas. A cambio, aparece el mentón (la barbilla), que es una peculiaridad del rostro humano.

-      Modificación de los dientes, porque los incisivos y los caninos han perdido las funciones de cortar y desgarrar, siendo asumidas por las manos.

Todas estas modificaciones nos constituyen en homo faber: el hombre que crea utensilios.

Pero, el bipedismo ocasiona, a su vez, una complejidad cerebral, forzado por las consecuencias de estos cambios en la fisiología humana; a su vez, digo, necesita de un cerebro complejo que le permita, tanto el caminar de forma erguida, como el de aprovechar los diferentes cambios que van aconteciendo en su cuerpo. Cada modificación estructural del cuerpo repercute en una modificación cerebral, y viceversa. Digamos que hay que entenderlo como una relación dialéctica. Entre el cerebro y la mano se produce una retroalimentación de multitud de acciones y reacciones, que fueron acrecentando la capacidad intelectual y la precisión técnica en los seres humanos. El proceso de telencefalización está acompañado de una cualificación mayor de las áreas especializadas en conductas determinadas; y, a su vez, estas generarán acciones más precisas. Una plasticidad cerebral que permite la mejor adaptación del ser humano al medio, interviniendo en él con conductas complejas.

Entre esas áreas especializadas aparecen dos, cuyo análisis pormenorizado ya en el siglo XIX contribuyó a una concepción más compleja del cerebro humano: el área de Broca y el área de Wernicke. Las conocidas como áreas del lenguaje. Ambos investigadores, el médico anatomista francés Paul Broca y el neuropsiquiatra alemán Carl Wernicke, fueron sus descubridores. Mientras que Broca detecto el área concreta que ejecuta el lenguaje (el mecanismo de la palabra) en el lóbulo frontal; Wernicke analizó esa zona en la que se procesa y se le dota de sentido (en el lóbulo temporal, fronterizo con el parietal y occipital). Para, descubrirse más tarde, que ambas están unidas por el fascículo arqueado.

Sin embargo, estás áreas específicas del ser humano, no siempre nos han acompañado. Son consecuencias de la evolución a una complejidad mayor de nuestro cerebro. Porque, aquellos cambios anatómicos consecuencia del bipedismo, también contribuyeron a que el tracto vocal o aparato fonador (compuesto básicamente por la cavidad bucal y nasal, la faringe, la laringe), evolucionase. Por ejemplo, en las personas, la faringe posee un volumen mayor porque está más desarrollada que en los antropoides, y a su base está unida la lengua: lo que nos permite modificar los sonidos emitidos por las cuerdas vocales, y modularlos para que sean reconocidos por los otros como palabras del lenguaje. De ahí que la laringe pase a ocupar un lugar más bajo en el cuello humano. Curiosamente, esto es la causa de que los adultos no podamos beber al mismo tiempo que respiramos, mientras que sí lo puedan hacer los bebes: porque, por su anatomía, en ellos aún la laringe está en una situación más alta en su cuello (lo que, por otra parte, les impide por el momento hablar).

Un aparato fonador que necesita ser controlado desde el área especializada para emitir sonidos, el aérea de Broca. Y, una vez emitidos, comprendidos desde el área de Wernicke para emitir una conducta: como puede ser la de ser respondidos. De ahí que ambas funciones aparezcan unidas por el fascículo arqueado.

Hoy sabemos que el gen FOXP2 es el gen del lenguaje. Parece ser que una alteración suya, producida hace unos 200 mil años, generó el desarrollo de las estructuras faciales y sistemas neuronales necesarios para su desarrollo en humanos.

Desde la antropología filosófica, también se ha hecho hincapié en la importancia de ser definidos, además de homo faber, homo loquens. El lenguaje nos permite transportar a la conciencia el mundo de la vida, desde donde es interpretado. Y, en ella, descarnar los hechos de su temporalidad, para convertirlos en actos puros de conciencia. Sin duda alguna, que también desde el lenguaje nos creamos cada uno como personas, y creamos a su vez esa realidad en la que vivimos. Heidegger lo resumía en la famosa frase: “El lenguaje es la casa del Ser. En su morada habita el hombre.[3]


Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

 



[1] Bergson, H.: La evolución creadora, en Obras Escogidas, Aguilar, México, 1963, pp. 557-558

[2]Aristóteles: De las partes de los animales , Libro IV, cap. 10, 687a

[3] Heidegger, M.: Carta sobre el humanismo, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 11


lunes, 29 de julio de 2024

EL RETO - 6. Emociones, ejemplo de nuestro cerebro complejo, holista y social

 

Somos fruto de un larguísimo proceso evolutivo, tanto a nivel biológico como social. Un proceso que ni responde a diseño previo alguno, ni fue trazado buscando que, como resultado último, apareciera el ser humano. Su desarrollo hay que entenderlo más bien desde la técnica del ensayo y error. La naturaleza genera unas formas de vida que deben sobrevivir en un hábitat concreto. Los individuos que encuentran una adaptación serán los que sobreviven y dejarán descendencia. Una descendencia que, recibirá la carga genética con las determinaciones cromosómicas de quienes han sobrevivido. Además, tras cientos de años habrán aparecido diferentes mutaciones, que se trasmitirán a la descendencia si generan rasgos adaptativos (porque quien las ha llevado en sus genes ha podido procrear); o desaparecerán con los propios individuos, de no ser propicias. A la vez que el hábitat seguirá presionando con sus desiguales cambios a los nuevos individuos, produciéndose así una selección de quienes demuestran caracteres físicos -y psíquicos- más adaptados para sobrevivir en él. Esta interacción entre individuos, hábitat y genética para lograr la supervivencia es la historia de la filogénesis en la Tierra. De ahí que el origen de los distintos individuos de las múltiples especies esté regido, para decirlo rápidamente, por el criterio del ensayo y error biológico.

Nuestro cerebro, sin ir más lejos, es una prueba fehaciente de ello. Las presiones externas, junto al contacto con el de sus congéneres, así como determinadas mutaciones, hicieron modificar el cerebro de los homininos: desde ampliar su capacidad craneal, a la complejidad gradual de las estructuras que fue sufriendo, hasta convertirse en el órgano tan complejo que es hoy el nuestro. Si la vida y su evolución hubiese sido obra de una gran mente, de un ser transcendental y todo poderoso, implicaría que este tendría un fin a conseguir, un diseño al que llegar. De haber sido así, se habría buscado la simplicidad y el ahorro, tanto en la formación e interacción de sus estructuras fundamentales como en la organización y distribución de las diferentes funciones.

Hay ejemplos en otros animales, pero a lo mejor -por eso de haber sido señalados durante siglos como hijos predilectos del Creador-, es conveniente mostrar dos muy evidentes en nuestra propia especie. El primero tiene que ver con el quiasmo óptico. La información que recibimos a través de la estimulación de los dos ojos, es transmitida al cerebro en forma de impulsos nerviosos a través de los nervios ópticos. Pero, el lóbulo encargado de recibirlo no es el más inmediato, que es el frontal; sino que su destino está en el occipital: por lo que esos nervios deben atravesar la base del cerebro, para llegar desde el rostro a la nuca; y ahí recalar en el área primaria visual, donde se genera la sensación visual. Con el agravante de que, en un momento de ese recorrido, ambos nervios se cruzan entre sí, dando lugar al conocido como quiasmo óptico. Una complicación que, junto a su dilatado recorrido, evidencia que la evolución no ha estado diseñada.

El segundo ejemplo tiene que ver con las grandes estructuras que conforman nuestro cerebro. En los años 60, el neurocientífico Paul MacLean expuso una imagen muy didáctica denominada el cerebro triuno. Un simplismo para algunos neurocientíficos que, sin embargo, posee una fuerte carga pedagógica. Según él, éste está compuesto por la superposición de tres cerebros distintos (que hay que entender como tres estructuras diferentes incorporadas una sobre otra), que hemos heredado de la evolución. El primero es la más antigua evolutivamente, el cerebro reptiliano, encargado de gestionar los mecanismos instintivos básico de supervivencia, y de alerta (como ocurre en estas especies). Sobre este, la evolución habría desarrollo una segunda estructura: el cerebro de los mamíferos, que reside fundamentalmente en el sistema límbico, caracterizado por la capacidad de sentir y demostrar emociones, que son funciones características de los mamíferos; cuya complejidad aumenta a medida que aumenta la de su cerebro y su red social. Y, por encima de esta segunda estructura, estaría el tercer cerebro: el de los humanos, encargado de los procesos cognitivos superiores (pensamiento, lenguaje, planificación, asunción de reglas sociales y morales, …)

Esta superposición de estructuras, por decirlo con la imagen didáctica y visual del cerebro triuno de MacLean, que complica la interacción entre ellas, no se corresponde con la hipótesis de un diseño previo del proceso evolutivo. Ni tampoco con una visión teleológica organizada previamente por alguien o algo.

No es que exista la persona y su cerebro. Es que todos y cada uno de nosotros somos nuestro cerebro integrado en un cuerpo. Es el órgano adaptativo con el que nos ha dotado la evolución, con la única misión de conseguir, a todo trance y ante cualquier situación, la supervivencia del sujeto (y, por tanto, de la especie). Y con este órgano y desde él, elaboramos la realidad desde la recepción, organización e interpretación de los múltiples estímulos que nos llegan a través de los sentidos: siempre siguiendo las leyes con las que la propia evolución ha marcado su funcionamiento.

Creamos la realidad que nos rodea desde la energía estimular que de ella recibimos, de ahí la precisa especialización de sus diferentes áreas, que aún estamos descubriendo. Pero también construimos esa sociedad que, desde tiempos ancestrales, surge como hábitat propio de lo que después será el ser humano. Tan importante es la realidad social para nosotros, que nuestro cerebro -por esa presión externa de supervivencia, en interacción siempre con el medio físico y social-, ha evolucionado dotándose de un área específica (lóbulo prefrontal) desde donde crear y comprender las normas y valores propios de la sociedad humana: de su hábitat más inmediato.

Sin embargo, a pesar de su complejidad como órgano, con áreas específicas para reconocer y comprender los estímulos que llegan del exterior, o efectuar conductas concretas como es la vocalización o la comprensión del lenguaje -localizacionismo-; formado por estructuras superpuestas, originadas en momentos diferentes del proceso evolutivo; todo cerebro humano actúa siempre como un todo -holismo-, regido por leyes que -como se ha señalado- la evolución ya desde sus primeros momentos ha ido inscribiendo en él.

Una manera de comprender ese funcionamiento holista es el entender qué son y cómo funcionan las emociones y los sentimientos que se derivan de ellas. Ya comenté cómo durante siglos se ha disociado estas del pensamiento, considerándose como aspectos puramente humanos a los cognitivos, y estrictamente animal al de las emociones y sentimientos: precisamente se los señalaban como lo que nos unían a ellos.

Sabemos que la emoción, como función compleja reside en el sistema límbico, que aparece con el cerebro de los mamíferos. No hay un acuerdo unánime sobre cuáles sean estas, aunque se suelen admitir las siguientes: alegría, tristeza, ira, asco, miedo y sorpresa. Su aparición, dependiendo del tipo de emoción y de su grado, también condiciona esa percepción que de sí mismo tiene todo sujeto: dando así lugar a los sentimientos. Se diferencian porque su aparición no es tan explosiva como la de la emoción, y su duración es mayor en el tiempo: son estados de ánimo. Conllevan también cambios conductuales, pero estos con la característica de ser voluntarios: las decisiones que se toman ante cualquier situación no son las mismas si se parte de un sentimiento de alegría o de tristeza, de placer o de dolor.

Analicemos un ejemplo. La emoción de asco tiene -entre otras funciones- detectar esos alimentos perniciosos para el organismo. Si un lobo come parte de una oveja muerta ya en mal estado, basquea. Inmediatamente su rostro va a componer una expresión de nauseas, de asco; a la vez que su organismo intenta vomitar lo que se haya comido, y realizará movimientos de evasión de ese lugar. Como animal social que es, al percibir los otros miembros de la manada todo ese entramado conductual, no se lanzarán a devorar los restos de la oveja porque habrán entendido el malestar por el que aquel está pasando.

Se observa cómo las emociones son automáticas (nacemos con ellas) y, por tanto, no cambian. Dependiendo de qué emoción surja en el individuo, se va a disparar, por una parte, una respuesta conductual de acercamiento, quietud o evasión; y por otra, una alteración de diferentes funciones, cuya regulación recae en sistemas instintivos más primitivos: como en el ejemplo es el proceso digestivo (que no está sujeto a la voluntariedad del individuo). A su vez, la intensidad de la emoción condicionará también a la intensidad de las diferentes reacciones conductuales.

Se puede apreciar, pues, cómo el sistema límbico, al dispararse una emoción, provoca la intervención de conductas involuntarias que están controladas por estructuras propias del sistema nervioso autónomo (esas que se suelen considerar como instintivas: como el respirar o el ritmo cardiaco, que se acelera con el miedo; o el aumento del riego sanguíneo, en un estado de ira, ...)

Sin olvidar su importancia en la adaptación social, porque dependiendo de los gestos -también universales para cada emoción-que estas provoquen en el rostro, los sujetos expresan al resto de congéneres su estado de ánimo; la predisposición a realizar o no determinadas conductas; o como forma de influir en la conducta de los otros. Mensajes que, ya desde los primeros estudios sobre evolución, el propio Darwin calificó de universales para todo sujeto que disponga del sistema límbico, y por tanto perfectamente interpretables.

Y, curiosamente, tal y como comenté en el capítulo anterior, no solamente demostrarlas nos hace ser percibidos por los otros como más humanos; sino que nuestro propio organismo nunca las pone en duda, y reacciona siguiendo sus pautas inmediatas de acción. Digamos que se “fía” más de las emociones, aunque tengan una dimensión inconsciente, que de las decisiones racionales.

Por otra parte, una experiencia emocional también puede condicionar, en el ser humano, al propio pensamiento, o a la planificación a futuro, a la aceptación o no de las normas morales y/o sociales, o la toma de decisiones, … funciones que residen en el área prefrontal, y que son posteriores evolutivamente al sistema límbico. Una conducta que podemos contemplar a diario entre quienes fuman. Todos hemos visto las cajetillas de cigarros con repugnantes fotografías que, de forma explícita, representan las más graves consecuencias que los tumores cancerígenos (relacionados con el tabaquismo), producen en las personas. Son totalmente visibles y muy llamativas. Es imposible, si coges una cajetilla, no verlas. Sin embargo, a pesar de su vivacidad, sus consumidores siguen fumando. Ante la emoción de asco que despiertan las fotografías, se impone el sentimiento de placer, fruto de una experiencia emocional placentera vivida con anterioridad. De esta manera, un sentimiento de bienestar o placer momentáneo condiciona a la persona en su toma de decisiones hasta conseguir anular las conclusiones a las que llega con el razonamiento: como es la de ser consciente de las consecuencias perniciosas que tal conducta le acarreará a largo plazo.

Volviendo a las emociones, tienen una procedencia genética -las heredamos-, son automáticas, no se aprenden; la respuesta que genera en los organismos es estable, dándose de la misma manera en el resto de congéneres -de ahí que se las considere universales-, por lo que se convierten en predecibles. ¿Podemos, por tanto, concluir que al actuar bajo su dictamen -en tanto que tienen la posibilidad de alterar toda nuestra conducta y la percepción de la realidad-, estamos actuando como organismos determinados genéticamente?

La respuesta de los neurocientíficos es rotunda. Existe una determinación genética en la conformación estructural y funcional del cerebro, diseñado evolutivamente, sin embargo, eso no demuestra el determinismo genético. En el caso de las emociones estas -dado ese carácter universal-, habilitan para disfrutar de una serie de preferencias interculturales; pero las circunstancias en las que acontecen que determinados estímulos las desencadenen, eso pertenece al acervo cultural de cada individuo: dependen de sus propias experiencias dentro del grupo social en el que habita. En diferentes culturas e incluso dentro de un mismo grupo social, una misma energía estimular no tiene por qué desencadenar una emoción determinada en todos los sujetos. Aunque, cuando esta se desencadene, su “programa emocional y conductual” sea universal.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

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