jueves, 1 de agosto de 2024

EL RETO - 7. Más allá del homo faber y del homo loquens (1)

 

1. Planteamiento

 

A mediados del siglo XIX, el concepto de homo faber aparece en la filosofía de los pensadores materialistas de la esfera de Marx y Engels. Para ellos, la tarea fundamental del ser humano durante toda su historia, no ha sido otra que la de transformar la naturaleza (la realidad) para poder sobrevivir en ella. Ha sido capaz de desarrollarse en esta realidad inhóspita, únicamente desde la destreza que tiene para transformarla. Una tarea de transformación que la persona solamente puede llevar a cabo con esfuerzo, desde una labor constante o, dicho con terminología marxista, desde el trabajo. De ahí que, para Marx y el marxismo, el trabajo sea la esencia de todo ser humano; y que, un trabajo que esclavice al proletario por las condiciones laborales en las que se da, o le someta por la comercialización egoísta que realiza el capitalista de sus productos, es alienar a la persona, enajenarle de su ser más íntimo, quitarle su razón de existir.

En 1907 será Henry Bergson quien volverá a ponerlo de moda en filosofía, con La evolución creadora. Considera que, no somos homo sapiens y por ello construimos herramientas y tecnología; sino al contrario: que de la construcción de estas en sus más diversos grados, se potenció el desarrollo de la inteligencia. Por lo que considera que su característica fundamental es ser “la facultad de fabricar instrumentos artificiales, en particular útiles para hacer útiles, y variar indefinidamente su fabricación.”[1] Solamente la humildad, afirma Bergson, haría hacernos asumir que, más que homo sapiens en realidad lo que somos es homo faber.

La cuestión que esta reflexión pone sobre la mesa es, aunque parezca mentira, tan antigua como el propio filosofar. Así como la inteligencia es una expresión de la razón, del conocimiento racional; la tecnología, la creación de instrumentos, está relacionada con la mano: con la capacidad que tienen las personas de, tras manipular determinados materiales, crear artefactos que puedan aplicar para conseguir algún fin en concreto. En definitiva, cómo se debe entender la relación entre el binomio inteligencia y mano. ¿Somos inteligentes y por eso tenemos manos precisas que permiten generar tecnología? ¿O, por el contrario, como tenemos manos que nos permiten desarrollar una precisa tecnología, por eso somos inteligentes? Una controversia que aparece ya en el texto de Aristóteles De partibus animalium, respecto a la tesis mantenida siglos antes por el presocrático Anaxágoras:

Anaxágoras dice que el hombre es el más inteligente de los animales por el hecho de tener manos. Pero es más razonable decir que posee manos porque es el más inteligente. Las manos son un órgano y la naturaleza siempre atribuye, igual que un hombre inteligente, cada órgano al animal que puede utilizarlo (…); el hombre no es más inteligente gracias a las manos, sino que tiene manos porque es el más inteligente de los animales. En efecto, el ser más inteligente podría utilizar correctamente un gran número de órganos, y la mano no parece ser solo un órgano sino varios. Es como un órgano de órganos. Así pues, la naturaleza ha concedido el más útil de los órganos, la mano, al ser que es capaz de adquirir muchas habilidades.” [2]

Empezando su análisis por el final, se aprecia esa concepción teleológica de Aristóteles, característica propia del pensamiento antiguo: en la naturaleza, todo tiende a algo. Era la manera de explicar el movimiento (en tanto que cambio, desarrollo y desplazamiento) de los seres y en los seres. Para Anaxágoras, del uso preciso de la mano aparece el desarrollo de la inteligencia: el ser humano es inteligente, gracias a la mano. Como fabrica objetos, esa actividad genera como consecuencia el desarrollo de la inteligencia. Una tesis que Aristóteles critica desde la teleología: para que la mano, en tanto que “el órgano de los órganos”, pueda ser usada con destreza, debe existir una inteligencia que la dirija.

Además, Aristóteles reprocha a Anaxágoras que no resalte la facultad más importante que tenemos: la inteligencia (la razón, el pensamiento); sino que la supedite a la mera elaboración de herramientas, que era una acción de orden inferior. Recordemos que, para Aristóteles, tekné tiene que ver con la elaboración o creación de algo, pero no por mera rutina o práctica, sino desde el conocimiento racional suficiente de cómo y por qué lo hace. Digamos que, hoy, se correspondería más con la actitud de un ingeniero que el de un operario: éste sabe “hacer”, pero desconoce los fundamentos racionales -o científicos- de por qué lo hace. De ahí que, ante la relación mano / inteligencia, Aristóteles abogue porque desde la inteligencia surge la habilidad de la mano.

Un texto curioso, ya que en el siglo XX sí que se va a discutir profusamente de ello, dentro de la antropología filosófica. Disciplina novedosa que lanza Max Scheler con su obra El puesto del hombre en el cosmos de 1924, dentro de la nueva corriente de pensamiento que era la fenomenología por esta época. Que, aunque iniciada por Husserl, en sus conceptos fundamentales se pueden rastrear la influencia de Bergson. Por tanto, si la obra de Bergson palpita en la fenomenología de Husserl, también influirá a sus discípulos: como era Scheler, y más tarde Martín Heidegger: quien, precisamente, meditará con profusión tanto sobre el homo faber como sobre el homo loquens. Influencias que recogerá la filosofía de Hannah Arendt (discípula de Heidegger), aunque desde una perspectiva más política.

Dentro de la antropología filosófica se inscribe la pregunta de si las peculiaridades y precisión de la mano del homo sapiens era producto de su compleja inteligencia; o, al revés, si esta compleja actividad intelectual provenía de la habilidad de la mano. Un desempolvar la disputa entra Aristóteles y Anaxágoras, pero ahora dentro del contexto evolutivo.

En el proceso filogenético, dentro de los homininos, tuvieron lugar cambios fisiológicos importantes. En la especie homo fueron transcendentales para su desarrollo posterior. En primer lugar, la posición erguida, el bipedismo, desencadenó otros cambios en la estructura ósea de nuestros antepasados.

Se alargaron las extremidades inferiores, y se recubrieron de una importante masa muscular. Los pies se adaptaron para soportar todo el peso del cuerpo, creando un puente entre el calcáneo (el talón) y el antepié. Conformado por una complicada estructura de múltiples huesos, este pie le permite al homo sapiens una gran flexibilidad, armonía y destreza en mantener el equilibrio, y en la realización de la marcha: puede alargar el paso sin perder la armonía del movimiento.

Un bipedismo que también trajo la transformación de la pelvis. Pasó de ser larga y estrecha (como la de los gorilas y chimpancés, lo que les impide la posición erguida); a convertirse en más corta y más ancha, para recoger el peso de todo el cuerpo y distribuirlo de manera equilibrada a las dos piernas. Anchura que va a permitir, también, el nacimiento de una descendencia con una capacidad craneal mayor.

La pelvis está unida al cráneo a través de la columna vertebral. Pero, a diferencia del resto de homínidos, no lo hace por la parte posterior (con lo que el cráneo queda proyectado hacia delante); sino ocupando una posición central: así la cabeza queda en perfecto equilibrio sobre la columna. Ésta, por su constitución, forma una curvatura en forma de “S”, y existen unos cartílagos entre las vértebras que amortiguan el peso, transmiten todo él a las piernas.

Con la posición erguida, además se consigue la liberación de las manos. Ya no están condenadas a la función sustentadora y marchadora, como les ocurre a los chimpancés y gorilas, por ejemplo. Los brazos redujeron su longitud hasta la mitad del muslo, y las manos adquirieron una extrema habilidad para la manipulación, construcción y uso de instrumentos diversos.

Manos que, en los humanos, tomó una forma más corta pero más ancha. Aunque su gran rasgo evolutivo es el de la oponibilidad total del dedo pulgar al resto de los dedos. Lo que proporciona a la mano humana una máxima flexibilidad en movimientos como la extensión, la flexión y la presión, dotándola de una gran precisión.

La liberación de las manos de la función caminante y de equilibrio, provocó una reacción a lo largo del proceso evolutivo, de conversión del aspecto del rostro humano. Al quedar libre, se las utiliza también para transportar objetos y partirlos. Funciones que, antes de esa liberación, realizaban las fuertes mandíbulas y colmillos que siguen teniendo los grandes simios.

La boca, así, se especializará en tareas sobre todo de tipo expresivo y comunicativo, alumbrando con el paso de los largos periodos evolutivos el rostro de los humanos de hoy en día:

-      Disminuye el prognatismo, porque la boca va reduciendo su proyección. Comienza a desaparecer el hocico, y la musculatura de los labios (pasando a ser cortos y más débiles).

-      Disminuye el grosor de las mandíbulas, porque ya no necesitaban tanta potencia para las nuevas funciones expresivas. A cambio, aparece el mentón (la barbilla), que es una peculiaridad del rostro humano.

-      Modificación de los dientes, porque los incisivos y los caninos han perdido las funciones de cortar y desgarrar, siendo asumidas por las manos.

Todas estas modificaciones nos constituyen en homo faber: el hombre que crea utensilios.

Pero, el bipedismo ocasiona, a su vez, una complejidad cerebral, forzado por las consecuencias de estos cambios en la fisiología humana; a su vez, digo, necesita de un cerebro complejo que le permita, tanto el caminar de forma erguida, como el de aprovechar los diferentes cambios que van aconteciendo en su cuerpo. Cada modificación estructural del cuerpo repercute en una modificación cerebral, y viceversa. Digamos que hay que entenderlo como una relación dialéctica. Entre el cerebro y la mano se produce una retroalimentación de multitud de acciones y reacciones, que fueron acrecentando la capacidad intelectual y la precisión técnica en los seres humanos. El proceso de telencefalización está acompañado de una cualificación mayor de las áreas especializadas en conductas determinadas; y, a su vez, estas generarán acciones más precisas. Una plasticidad cerebral que permite la mejor adaptación del ser humano al medio, interviniendo en él con conductas complejas.

Entre esas áreas especializadas aparecen dos, cuyo análisis pormenorizado ya en el siglo XIX contribuyó a una concepción más compleja del cerebro humano: el área de Broca y el área de Wernicke. Las conocidas como áreas del lenguaje. Ambos investigadores, el médico anatomista francés Paul Broca y el neuropsiquiatra alemán Carl Wernicke, fueron sus descubridores. Mientras que Broca detecto el área concreta que ejecuta el lenguaje (el mecanismo de la palabra) en el lóbulo frontal; Wernicke analizó esa zona en la que se procesa y se le dota de sentido (en el lóbulo temporal, fronterizo con el parietal y occipital). Para, descubrirse más tarde, que ambas están unidas por el fascículo arqueado.

Sin embargo, estás áreas específicas del ser humano, no siempre nos han acompañado. Son consecuencias de la evolución a una complejidad mayor de nuestro cerebro. Porque, aquellos cambios anatómicos consecuencia del bipedismo, también contribuyeron a que el tracto vocal o aparato fonador (compuesto básicamente por la cavidad bucal y nasal, la faringe, la laringe), evolucionase. Por ejemplo, en las personas, la faringe posee un volumen mayor porque está más desarrollada que en los antropoides, y a su base está unida la lengua: lo que nos permite modificar los sonidos emitidos por las cuerdas vocales, y modularlos para que sean reconocidos por los otros como palabras del lenguaje. De ahí que la laringe pase a ocupar un lugar más bajo en el cuello humano. Curiosamente, esto es la causa de que los adultos no podamos beber al mismo tiempo que respiramos, mientras que sí lo puedan hacer los bebes: porque, por su anatomía, en ellos aún la laringe está en una situación más alta en su cuello (lo que, por otra parte, les impide por el momento hablar).

Un aparato fonador que necesita ser controlado desde el área especializada para emitir sonidos, el aérea de Broca. Y, una vez emitidos, comprendidos desde el área de Wernicke para emitir una conducta: como puede ser la de ser respondidos. De ahí que ambas funciones aparezcan unidas por el fascículo arqueado.

Hoy sabemos que el gen FOXP2 es el gen del lenguaje. Parece ser que una alteración suya, producida hace unos 200 mil años, generó el desarrollo de las estructuras faciales y sistemas neuronales necesarios para su desarrollo en humanos.

Desde la antropología filosófica, también se ha hecho hincapié en la importancia de ser definidos, además de homo faber, homo loquens. El lenguaje nos permite transportar a la conciencia el mundo de la vida, desde donde es interpretado. Y, en ella, descarnar los hechos de su temporalidad, para convertirlos en actos puros de conciencia. Sin duda alguna, que también desde el lenguaje nos creamos cada uno como personas, y creamos a su vez esa realidad en la que vivimos. Heidegger lo resumía en la famosa frase: “El lenguaje es la casa del Ser. En su morada habita el hombre.[3]


Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

 



[1] Bergson, H.: La evolución creadora, en Obras Escogidas, Aguilar, México, 1963, pp. 557-558

[2]Aristóteles: De las partes de los animales , Libro IV, cap. 10, 687a

[3] Heidegger, M.: Carta sobre el humanismo, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 11


lunes, 29 de julio de 2024

EL RETO - 6. Emociones, ejemplo de nuestro cerebro complejo, holista y social

 

Somos fruto de un larguísimo proceso evolutivo, tanto a nivel biológico como social. Un proceso que ni responde a diseño previo alguno, ni fue trazado buscando que, como resultado último, apareciera el ser humano. Su desarrollo hay que entenderlo más bien desde la técnica del ensayo y error. La naturaleza genera unas formas de vida que deben sobrevivir en un hábitat concreto. Los individuos que encuentran una adaptación serán los que sobreviven y dejarán descendencia. Una descendencia que, recibirá la carga genética con las determinaciones cromosómicas de quienes han sobrevivido. Además, tras cientos de años habrán aparecido diferentes mutaciones, que se trasmitirán a la descendencia si generan rasgos adaptativos (porque quien las ha llevado en sus genes ha podido procrear); o desaparecerán con los propios individuos, de no ser propicias. A la vez que el hábitat seguirá presionando con sus desiguales cambios a los nuevos individuos, produciéndose así una selección de quienes demuestran caracteres físicos -y psíquicos- más adaptados para sobrevivir en él. Esta interacción entre individuos, hábitat y genética para lograr la supervivencia es la historia de la filogénesis en la Tierra. De ahí que el origen de los distintos individuos de las múltiples especies esté regido, para decirlo rápidamente, por el criterio del ensayo y error biológico.

Nuestro cerebro, sin ir más lejos, es una prueba fehaciente de ello. Las presiones externas, junto al contacto con el de sus congéneres, así como determinadas mutaciones, hicieron modificar el cerebro de los homininos: desde ampliar su capacidad craneal, a la complejidad gradual de las estructuras que fue sufriendo, hasta convertirse en el órgano tan complejo que es hoy el nuestro. Si la vida y su evolución hubiese sido obra de una gran mente, de un ser transcendental y todo poderoso, implicaría que este tendría un fin a conseguir, un diseño al que llegar. De haber sido así, se habría buscado la simplicidad y el ahorro, tanto en la formación e interacción de sus estructuras fundamentales como en la organización y distribución de las diferentes funciones.

Hay ejemplos en otros animales, pero a lo mejor -por eso de haber sido señalados durante siglos como hijos predilectos del Creador-, es conveniente mostrar dos muy evidentes en nuestra propia especie. El primero tiene que ver con el quiasmo óptico. La información que recibimos a través de la estimulación de los dos ojos, es transmitida al cerebro en forma de impulsos nerviosos a través de los nervios ópticos. Pero, el lóbulo encargado de recibirlo no es el más inmediato, que es el frontal; sino que su destino está en el occipital: por lo que esos nervios deben atravesar la base del cerebro, para llegar desde el rostro a la nuca; y ahí recalar en el área primaria visual, donde se genera la sensación visual. Con el agravante de que, en un momento de ese recorrido, ambos nervios se cruzan entre sí, dando lugar al conocido como quiasmo óptico. Una complicación que, junto a su dilatado recorrido, evidencia que la evolución no ha estado diseñada.

El segundo ejemplo tiene que ver con las grandes estructuras que conforman nuestro cerebro. En los años 60, el neurocientífico Paul MacLean expuso una imagen muy didáctica denominada el cerebro triuno. Un simplismo para algunos neurocientíficos que, sin embargo, posee una fuerte carga pedagógica. Según él, éste está compuesto por la superposición de tres cerebros distintos (que hay que entender como tres estructuras diferentes incorporadas una sobre otra), que hemos heredado de la evolución. El primero es la más antigua evolutivamente, el cerebro reptiliano, encargado de gestionar los mecanismos instintivos básico de supervivencia, y de alerta (como ocurre en estas especies). Sobre este, la evolución habría desarrollo una segunda estructura: el cerebro de los mamíferos, que reside fundamentalmente en el sistema límbico, caracterizado por la capacidad de sentir y demostrar emociones, que son funciones características de los mamíferos; cuya complejidad aumenta a medida que aumenta la de su cerebro y su red social. Y, por encima de esta segunda estructura, estaría el tercer cerebro: el de los humanos, encargado de los procesos cognitivos superiores (pensamiento, lenguaje, planificación, asunción de reglas sociales y morales, …)

Esta superposición de estructuras, por decirlo con la imagen didáctica y visual del cerebro triuno de MacLean, que complica la interacción entre ellas, no se corresponde con la hipótesis de un diseño previo del proceso evolutivo. Ni tampoco con una visión teleológica organizada previamente por alguien o algo.

No es que exista la persona y su cerebro. Es que todos y cada uno de nosotros somos nuestro cerebro integrado en un cuerpo. Es el órgano adaptativo con el que nos ha dotado la evolución, con la única misión de conseguir, a todo trance y ante cualquier situación, la supervivencia del sujeto (y, por tanto, de la especie). Y con este órgano y desde él, elaboramos la realidad desde la recepción, organización e interpretación de los múltiples estímulos que nos llegan a través de los sentidos: siempre siguiendo las leyes con las que la propia evolución ha marcado su funcionamiento.

Creamos la realidad que nos rodea desde la energía estimular que de ella recibimos, de ahí la precisa especialización de sus diferentes áreas, que aún estamos descubriendo. Pero también construimos esa sociedad que, desde tiempos ancestrales, surge como hábitat propio de lo que después será el ser humano. Tan importante es la realidad social para nosotros, que nuestro cerebro -por esa presión externa de supervivencia, en interacción siempre con el medio físico y social-, ha evolucionado dotándose de un área específica (lóbulo prefrontal) desde donde crear y comprender las normas y valores propios de la sociedad humana: de su hábitat más inmediato.

Sin embargo, a pesar de su complejidad como órgano, con áreas específicas para reconocer y comprender los estímulos que llegan del exterior, o efectuar conductas concretas como es la vocalización o la comprensión del lenguaje -localizacionismo-; formado por estructuras superpuestas, originadas en momentos diferentes del proceso evolutivo; todo cerebro humano actúa siempre como un todo -holismo-, regido por leyes que -como se ha señalado- la evolución ya desde sus primeros momentos ha ido inscribiendo en él.

Una manera de comprender ese funcionamiento holista es el entender qué son y cómo funcionan las emociones y los sentimientos que se derivan de ellas. Ya comenté cómo durante siglos se ha disociado estas del pensamiento, considerándose como aspectos puramente humanos a los cognitivos, y estrictamente animal al de las emociones y sentimientos: precisamente se los señalaban como lo que nos unían a ellos.

Sabemos que la emoción, como función compleja reside en el sistema límbico, que aparece con el cerebro de los mamíferos. No hay un acuerdo unánime sobre cuáles sean estas, aunque se suelen admitir las siguientes: alegría, tristeza, ira, asco, miedo y sorpresa. Su aparición, dependiendo del tipo de emoción y de su grado, también condiciona esa percepción que de sí mismo tiene todo sujeto: dando así lugar a los sentimientos. Se diferencian porque su aparición no es tan explosiva como la de la emoción, y su duración es mayor en el tiempo: son estados de ánimo. Conllevan también cambios conductuales, pero estos con la característica de ser voluntarios: las decisiones que se toman ante cualquier situación no son las mismas si se parte de un sentimiento de alegría o de tristeza, de placer o de dolor.

Analicemos un ejemplo. La emoción de asco tiene -entre otras funciones- detectar esos alimentos perniciosos para el organismo. Si un lobo come parte de una oveja muerta ya en mal estado, basquea. Inmediatamente su rostro va a componer una expresión de nauseas, de asco; a la vez que su organismo intenta vomitar lo que se haya comido, y realizará movimientos de evasión de ese lugar. Como animal social que es, al percibir los otros miembros de la manada todo ese entramado conductual, no se lanzarán a devorar los restos de la oveja porque habrán entendido el malestar por el que aquel está pasando.

Se observa cómo las emociones son automáticas (nacemos con ellas) y, por tanto, no cambian. Dependiendo de qué emoción surja en el individuo, se va a disparar, por una parte, una respuesta conductual de acercamiento, quietud o evasión; y por otra, una alteración de diferentes funciones, cuya regulación recae en sistemas instintivos más primitivos: como en el ejemplo es el proceso digestivo (que no está sujeto a la voluntariedad del individuo). A su vez, la intensidad de la emoción condicionará también a la intensidad de las diferentes reacciones conductuales.

Se puede apreciar, pues, cómo el sistema límbico, al dispararse una emoción, provoca la intervención de conductas involuntarias que están controladas por estructuras propias del sistema nervioso autónomo (esas que se suelen considerar como instintivas: como el respirar o el ritmo cardiaco, que se acelera con el miedo; o el aumento del riego sanguíneo, en un estado de ira, ...)

Sin olvidar su importancia en la adaptación social, porque dependiendo de los gestos -también universales para cada emoción-que estas provoquen en el rostro, los sujetos expresan al resto de congéneres su estado de ánimo; la predisposición a realizar o no determinadas conductas; o como forma de influir en la conducta de los otros. Mensajes que, ya desde los primeros estudios sobre evolución, el propio Darwin calificó de universales para todo sujeto que disponga del sistema límbico, y por tanto perfectamente interpretables.

Y, curiosamente, tal y como comenté en el capítulo anterior, no solamente demostrarlas nos hace ser percibidos por los otros como más humanos; sino que nuestro propio organismo nunca las pone en duda, y reacciona siguiendo sus pautas inmediatas de acción. Digamos que se “fía” más de las emociones, aunque tengan una dimensión inconsciente, que de las decisiones racionales.

Por otra parte, una experiencia emocional también puede condicionar, en el ser humano, al propio pensamiento, o a la planificación a futuro, a la aceptación o no de las normas morales y/o sociales, o la toma de decisiones, … funciones que residen en el área prefrontal, y que son posteriores evolutivamente al sistema límbico. Una conducta que podemos contemplar a diario entre quienes fuman. Todos hemos visto las cajetillas de cigarros con repugnantes fotografías que, de forma explícita, representan las más graves consecuencias que los tumores cancerígenos (relacionados con el tabaquismo), producen en las personas. Son totalmente visibles y muy llamativas. Es imposible, si coges una cajetilla, no verlas. Sin embargo, a pesar de su vivacidad, sus consumidores siguen fumando. Ante la emoción de asco que despiertan las fotografías, se impone el sentimiento de placer, fruto de una experiencia emocional placentera vivida con anterioridad. De esta manera, un sentimiento de bienestar o placer momentáneo condiciona a la persona en su toma de decisiones hasta conseguir anular las conclusiones a las que llega con el razonamiento: como es la de ser consciente de las consecuencias perniciosas que tal conducta le acarreará a largo plazo.

Volviendo a las emociones, tienen una procedencia genética -las heredamos-, son automáticas, no se aprenden; la respuesta que genera en los organismos es estable, dándose de la misma manera en el resto de congéneres -de ahí que se las considere universales-, por lo que se convierten en predecibles. ¿Podemos, por tanto, concluir que al actuar bajo su dictamen -en tanto que tienen la posibilidad de alterar toda nuestra conducta y la percepción de la realidad-, estamos actuando como organismos determinados genéticamente?

La respuesta de los neurocientíficos es rotunda. Existe una determinación genética en la conformación estructural y funcional del cerebro, diseñado evolutivamente, sin embargo, eso no demuestra el determinismo genético. En el caso de las emociones estas -dado ese carácter universal-, habilitan para disfrutar de una serie de preferencias interculturales; pero las circunstancias en las que acontecen que determinados estímulos las desencadenen, eso pertenece al acervo cultural de cada individuo: dependen de sus propias experiencias dentro del grupo social en el que habita. En diferentes culturas e incluso dentro de un mismo grupo social, una misma energía estimular no tiene por qué desencadenar una emoción determinada en todos los sujetos. Aunque, cuando esta se desencadene, su “programa emocional y conductual” sea universal.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

viernes, 26 de julio de 2024

EL RETO - 5. Del apego a la compasión, en los homininos

 

La gran expansión que acabamos de analizar, que terminó con la colonización del planeta por el homo sapiens, no tuvo como factor detonante fuertes crisis climáticas o severas carencias de recursos en el hábitat de los primeros homininos. Parece ser que su inicio tuvo más que ver con explorar nuevos lugares, atraídos por zonas donde el desarrollo de sus diferentes miembros y del propio colectivo, su alimentación y defensa, eran favorables. Probablemente, una mezcla de curiosidad y exploración.

Grupos que, como ocurre hoy con los chimpancés, se desplazan aleatoriamente por una zona determinada, de manera autónoma, con sus respectivos líderes, a quienes les rodeaban machos afines genéticamente, y el conjunto de hembras que permitían la persistencia del grupo. Pero con cierto contacto entre ellos: las hembras nacidas en un grupo, cuando alcanzaban la madurez sexual, buscaban adherirse a otro (donde no solían ser rechazadas), para evitar el problema de la endogamia. Lo cual nos permite visualizar cómo se fue produciendo esa salida de África hasta concluir millones de años después con la colonización del planeta por parte de uno de los linajes del homo.

Tras abandonar los bosques del este del continente africano, se desplazaron al valle del Jordán, y de ahí pasaron al sur del Cáucaso. Ese fue el inicio de las diversas explosiones demográficas, que propulsaron las migraciones hacia zonas del este y el oeste euroasiáticas.

Eso sí, esa actitud de búsqueda estuvo siempre condicionada por el grado de cultura que habían desarrollado, ya que son sus elementos materiales e inmateriales los que les permitían adaptarse a las nuevas situaciones geográficas y climáticas que se iban encontrando. Su complejidad y avance en el dominio de las diferentes tecnologías ha sido, sin duda, la clave a lo largo de la evolución de los homininos, para superar los condicionantes físicos y climáticos.

Si estas sobrepasaban su capacidad tecnológica para adaptarse y combatirlas, ese grupo social no podía desarrollarse en ese hábitat concreto: puse el ejemplo del homo antecessor en las zonas mediterráneas. Pero, en sentido contrario, unos 200.000 años después, lo que hoy es Europa comenzó a ser colonizada por un linaje nuevo de hominino precedente de Oriente Próximo, con una tecnología más avanzada y una mayor corpulencia, que les convirtió en grandes cazadores. Lograron alcanzar tierras de la actual Alemania (sobre el paralelo 53), de ahí surge el linaje del homo heidelbergensis; que, condicionados por las diferentes glaciaciones que los llevaron a tener que afrontar problemas de aislamiento, originaron con el paso de miles de años al homo neardenthalensis.

Primates sociales que adquieren una progresiva telencefalización como consecuencia de la interacción con el medio, desarrollando un cerebro individual cada vez más complejo capaz de ir construyendo una cultura siempre en consonancia al nivel de esa complejidad cerebral. Todo ello, potenciado por su capacidad de sobrevivir en grupos, por su sociabilidad, en la que tienen un papel fundamental la solidaridad y la empatía.

Aspecto que, durante siglos, hemos obviado e incluso ocultado cuando se ha buscado una definición que nos clasificara. Siempre se ha tendido a resaltar el valor del pensamiento, de la razón, del conocimiento. Sin embargo, se da entre nosotros un hecho muy llamativo al respecto. Cuando nos referimos a otra persona como alguien que “ha demostrado tener mucha humanidad”, lo hacemos porque consideramos que ha realizado acciones desde la empatía y la solidaridad, desde el respeto al otro, no desde el estricto uso de la razón. Dicho de otra manera, entre nosotros mismos apreciamos como más humanos a quienes tratan al otro desde la comprensión, la consideración, el apoyo, porque los consideramos rasgos que nos definen como especie.

Es un ejemplo de cómo la racionalidad, el pensamiento estricto queda supeditado a la emotividad (tomada en su acepción más amplia). Lo cual tiene su explicación biológica, por dos motivos fundamentales conectados entre sí.

Primero, porque el sistema límbico, el que rige las emociones, evolutivamente es anterior al área prefrontal, donde se administran las funciones cognitivas superiores (pensamiento, planificación, toma de decisiones, …) Este aparecerá ya en una fase posterior del proceso de telencefalización, por lo que filogenéticamente hay una dependencia del pensamiento respecto de las emociones. De ahí, por una parte, la recomendación de los profesores a sus alumnos para que lleven a cabo aprendizajes significativos: esos que, en el proceso de asimilación, integran diferentes emociones; o, por otra, que no podamos -o nos sea muy difícil- desde el pensamiento, controlar una emoción que nos sobreviene fuerte, racionalizando la situación.

Segundo, y nuevamente aquí vuelve a aparecer esa característica nuestra de seres carentes, porque el hecho de ser primates sociales se debe a que la evolución nos ha dotado de unas características físicas y neurológicas que provocan al apego a otros congéneres del grupo.

La única misión fundamental que tiene cualquier cerebro, sea de la especie que sea, e independientemente de su grado de complejidad, es el de la supervivencia del individuo. Y en el de los mamíferos sociales, la supervivencia del individuo está íntimamente relacionada con la del grupo en el que se encuentra. De tal manera que es un axioma, dentro de las leyes evolutivas de estos mamíferos, que cualquier conducta debe ser beneficiosa para los diferentes individuos implicados en ella: si es así, perdurará; de no ser así, esa conducta tenderá a la extinción.

La persistencia o éxito de una conducta determinada tiene su explicación última en un mero cálculo económico. Esa conducta se extinguirá siempre que su coste energético sea superior al beneficio conseguido para el grupo, que no es otro que el mayor éxito reproductivo posible.

Evidentemente, las conductas que más favorecen dicho cálculo son las de la necesidad de apareamiento, las de mantener cohesionado al grupo entre un equilibrio y jerarquía de machos y hembras, las de no fomentar la endogamia (migrando las hembras a otros grupos, donde son aceptadas), y el cuidado de las crías. Y así brota y se fomenta evolutivamente la sociabilidad en ellos.

Conductas, a su vez, favorecidas por el desarrollo de las conocidas como neuronas espejo. Desde ellas, se incorporan comportamientos nuevos por un aprendizaje puramente imitativo: se copian gestos, sonidos, acciones que otros hacen. Lo que permite que el acervo conductual eficaz para la supervivencia de un grupo concreto, pueda incorporarse a los nuevos miembros. Aprendizajes que serán aprobados por el resto mediante un consentimiento afectuoso; o reprobados desde actitudes negativas de castigo, generando en sus protagonistas miedo y ansiedad por el sentimiento de exclusión que les puede generar.

Pero tienen un papel también importante en el ámbito de la solidaridad: permiten que los demás lleguen a sentir el estado de ánimo en el que otro sujeto se encuentra. El re-vivir un individuo cualquier emoción de alegría, de miedo, de ira, asco, tristeza, culpa o desprecio, que otros estén sufriendo o hayan sufrido. Es una de las bases neurológica de la empatía, la estructura neural que nos permite compartir emociones con los otros; y de la compasión: que no es otra cosa que padecer con el otro, esforzarse por entender los sentimientos que está sufriendo.


Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0


martes, 23 de julio de 2024

EL RETO - 4. Expansión cerebral, cultural y migratoria

 

Si el origen de los homínidos (gorilas, chimpancés y humanos) está en África, es cierto que una de sus subtribus, los homininos (en la que se sitúa a los diferentes linajes del género homo), consiguieron instalarse en las zonas más dispares del planeta.

No pretendo aquí mostrar el relato del desarrollo de la evolución humana, pero sí resaltar dos notas características. La primera, es que su desarrollo nunca fue lineal, y menos ascendente. Se parece más a un gran árbol, donde sus ramas de solapan, se entrecruzan, tienen grosores y formas distintas; de algunas ramas surgen otras nuevas; en las que, salvo el tronco originario, ninguna es la más importante, algunas llegan a sobresalir respecto de las otras, mientras otras aparecen dañadas o secas.

La segunda, que hemos llegado a ser lo que hoy somos, tras un larguísimo proceso migratorio, donde se produjo una interacción constante entre los condicionantes geofísicos, climáticos, biológicos y culturales.

Un proceso migratorio que comenzó con la expansión desde bosques orientales del este de África, a ocupar zonas del oriente próximo como el valle del Jordán, y de ahí al sur del Cáucaso. Después aconteció una diversificación en esa expansión, tomando dirección tanto hacia las tierras del este como a las del oeste: alcanzando las zonas euroasiáticas más templadas.

Aspecto geomorfológicos por una parte, como los accidentes geográficos (un ejemplo fueron los Pirineos para el linaje del homo antecesor, cuya tecnología solamente le permitió desarrollarse en las zonas cálidas del mediterráneo, impedidos de avanzar al norte); las largas glaciaciones, los cambios geofísicos que fueron sufriendo lo que hoy denominamos continentes, … Y los cambios físicos correspondientes al bagaje genético de cada linaje hominino, así como los culturales (que también se acrecentaron en los millones de años de evolución de manera diversa), provocó que unos se desarrollaran en zonas concretas, pero con la imposibilidad de acceder a otras; el acomodo, después, de otros en aquellas que se mantuvieron inaccesibles durante miles de años; la llegada de miembros de nuevos linajes, que iban surgiendo evolutivamente, con más capacidad de adaptación física y cultural, que desplazaron a los acomodados antes, o que -por los propios impedimentos geofísicos y climáticos-, se vieron abocados a la endogamia. Este cúmulo de circunstancias provocaron que la población de los hominini fuera asentándose en las más diversas zonas del planeta.

¿Cuál o cuáles fueron las causas de este gran movimiento migratorio que duró millones de años? Durante mucho tiempo se pensó que eran migraciones forzadas. Hoy en día se tiene la convicción científica de que lo motivaron simples deseos de ampliar sus territorios de supervivencia, buscando zonas templadas (al menos en esas épocas de la evolución). Deseos que venían motivados por la aparición de cambios adaptativos físicos y culturales, que se lo iban permitiendo.

Centrando ahora la reflexión en el aspecto de la cultura, considero que esta es el mayor ejemplo de logro conseguido desde la solidaridad y la colaboración, en toda la historia de los homininos.  Algo que -por otra parte-, durante siglos se ha considerado estrictamente humano, aunque hoy tengamos pruebas de la existencia de algunas de sus características en el comportamiento de determinados animales.

Precisamente la cultura, producto de un cerebro complejo, que irá asumiendo progresivamente grados de complejidad a medida que aumenta la capacidad craneal de los homininos, y la complejidad de sus áreas y redes neuronales, es a la que se le considera -en interacción con determinados aspectos biológicos-, la gran hacedora del ser humano actual: responsable de que la especie con menos capacidades adaptativas, sea la que se ha impuesto en el planeta. La evolución, por resumirlo rápidamente, nos dotó de un órgano privilegiado, el cerebro complejo, desde el que hemos construido una realidad compleja: lo social. Y cuya característica (volvemos de nuevo a esta idea de ser carente), es la interrelación entre sus miembros. Y es desde esa interacción -no se nos olvide- como brota la cultura.

Una creación decisiva, compuesta de elementos materiales e inmateriales, que se han trasmitido desde otras generaciones para ser utilizados por los miembros de la actual; y, desde esta, transferirlos de nuevo a las siguientes; donde su contenido a veces sigue perviviendo, en otras es eliminado en parte o totalmente, o quizá modificado e incluso incorporando nuevos elementos, en constante actualización.

Su gran contribución es la posibilidad de compartir habilidades, utensilios, instrumentos, técnicas, ideas, conocimientos, … con otras generaciones -que incluso ya han desaparecido o no están porque  aún no es su tiempo-, para sobrevivir mejor en nuestro hábitat. Y si la cultura tiene su origen en el cerebro, y avanza con la complejidad que éste va adquiriendo evolutivamente, esta conexión entre individuos concretos, ¿no es en realidad “poner en red” cerebros de diferentes individuos que, ya no solamente actúan dentro de un tiempo y espacio determinado, sino que les permite conectarse con las más distanciadas generaciones del pasado o del incierto futuro?

El cerebro, ese órgano que dirige todas las acciones y actuaciones de nuestro cuerpo, desde el que interpretamos la realidad, con el que programamos a futuro lo que pretendemos hacer, que nos permite comunicarnos en un lenguaje concreto (de forma oral y escrita), y crear ideas y pensamientos, es un órgano social. Su desarrollo depende del necesario contacto con los demás. Es una característica que quizá se entienda mejor en sentido contrario: la peor condena que se le puede hacer a un ser humano es el aislamiento: y de esto tenemos pruebas de no hace muchos años, en prisiones militares, donde se sometió a los supuestos terroristas a la pena del aislamiento sensorial.

Cuando, a nivel tecnológico, ponemos en red en la oficina, en nuestro trabajo o en casa diferentes computadoras (sean del tipo que sean) no estamos más que imitando a la naturaleza. Porque, precisamente es ese “estar en red” con los demás, con los otros cerebros, lo que permitió a los homininos el gran salto evolutivo, su constante expansión y su consolidación como especie dominante.

Newton, sin tener ni la más remota idea de la posibilidad de la evolución humana ni de la complejidad del cerebro que a día de hoy sí tenemos, lo resumió en aquella famosa frase: “Si he visto más, es poniéndome en hombros de gigantes”. Con la que quiso ilustrar que, solamente teniendo en cuenta la aportación de pensadores e investigadores anteriores (la cultura que constituye ese cerebro social), pudo obtener esas conclusiones científicas a las que él llegó.

Una prueba más de seres carentes que los humanos somos. Y de cómo nuestra historia, a nivel cultural, ha sido la de ir convirtiendo en caminos, carreteras y hasta autopistas hoy a nivel de conocimiento e ideas, lo que antaño eran meras prospecciones y veredas; o de abandonarlas definitivamente, por entender que quedaron caducas, para ir abriendo nuevas rutas de pensamiento.

Un cerebro social que, al interactuar con el cerebro biológico individual de cada persona, ha provocado un proceso de retroalimentación. Porque, esta interrelación, no solamente genera los elementos concretos que constituyen toda cultura, sino que ha presionado al biológico para que este fuese desarrollándose: sobre todo en su área prefrontal.

Así pues, miremos hacia dónde miremos a nivel humano, el otro tiene siempre un papel fundamental. Nosotros, cada persona, en tanto que ser concreto que somos, nos construimos individualmente desde los otros, en contacto constante con ellos.


Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0


lunes, 22 de julio de 2024

EL RETO - 3. Territorialidad y Jerarquía

 

Si nos analizamos desde la perspectiva de la filogénesis, hay que afirmar que todos nosotros, desde los homininos de hace seis millones de años a cualquiera de los que habitamos hoy en día, somos primates sociales.

Condición que debemos aceptar si realmente pretendemos entender nuestro actuar diario, en tanto que individuos pertenecientes a sociedades de diferentes tipos y grados. Indispensable si, además, se quiere encontrar una ética que organice ese actuar desde principios universales.

Inventamos el concepto de humanos para referirnos a nosotros, con el que, al englobar unas características especialísimas y supuestamente únicas, se resaltaban las diferencias precisas entre nosotros y el resto de los animales. Sin embargo, en tanto que primates sociales, poseemos todos los humanos unos rasgos muy marcados, que se han mantenido hasta hoy; y que, obviamente, se muestran también en el comportamiento de los individuos de las diferentes familias de homínidos actuales (con quienes compartimos el caminar evolutivo).

Durante ese largo proceso de más de seis millones de años, determinados comportamientos naturales se han modificado, bien desde alteraciones genéticas, bien desde alteraciones estructurales de importantísimos órganos: como es el mismísimo cerebro; otros, se han mantenido inscritos en nosotros. Pero, tanto estos como aquellos, son hoy compartidos por todas las personas, ya que se encuentran alojados en nuestros cromosomas. Sin olvidar que una parte importante de ellos están también presentes, no solo en los mamíferos superiores terrestres (con los que compartimos ese proceso evolutivo común), sino también con determinados mamíferos marinos (desde un proceso evolutivo convergente).

Centrándome en la familia de los homínidos, me interesa resaltar el rasgo de la territorialidad. ¿Te has fijado que en el mundo laboral los dirigentes tienen espacios propios y determinados? ¿Has observado que el tamaño de ese espacio, así como su lustre, está en proporción directa al rango que desempeñe quien lo va a ocupar dentro de la estructura organizativa? Es más: una vez que a un individuo se le adjudica un espacio de trabajo (que puede ser un despacho más o menos amplio, propio o compartido, incluso mesas individuales de trabajo en un lugar común), inmediatamente toma posesión de él decorándolo con objetos personales.

Este comportamiento, que no dejar de ser una estampa cotidiana, es precisamente un ejemplo de la dependencia que aún rige en nuestra especie respecto del elemento biológico. Este rasgo de la territorialidad lo tenemos muy marcado, aunque no reparemos en ello, como es en el caso del hijo que, al crecer, va exigiendo su espacio propio dentro de la casa familiar. Rasgo que siempre va unido al de la jerarquía que, en el ámbito natural, se ve vinculado con el que el grupo reconoce como el sujeto más dotado física y adaptativamente: que será un macho, si nos referimos a grupos patriarcales como el de los chimpancés y gorilas; o una hembra, si son matriarcales, como los de los bonobos). Sin embargo, entre las personas se impusieron criterios culturales como método de elección (aunque todos hemos experimentado más de una vez que estos tampoco son garantía de un mejor desarrollo de tales funciones).

Ambos rasgos son determinantes para la existencia de todo grupo social. En el mundo natural, desde la territorialidad se garantiza el uso y disfrute de un espacio determinado, en el que ese grupo social encuentra las condiciones necesarias para su supervivencia (a nivel energético, de descanso y de refugio; zona que no dudarán en abandonar en el momento en el que consideren que estas ya no son las satisfactorias.

A su vez, el rasgo de la jerarquía contribuye a garantizar una estricta organización del grupo. Es la manera natural de conseguir su más optimo desarrollo, determinando cuáles son las necesarias relaciones entre sus componentes que todos deben respetar (tanto a nivel horizontal como vertical), cómo acontece la procreación dentro del grupo, y la defensa tanto de sus miembros como del territorio que está siendo ocupado.

Ahora bien, considero que la doble justificación de que ambos rasgos se mantengan activos a día de hoy dentro de los grupos humanos, es la misma que les lleva a dirigir la estructura social del resto de los homínidos: por cuestiones económicas, por una parte, y de poder (de jerarquía) por otra. No creo necesario explicar la influencia de ambos conceptos en el dinamismo de los grupos humanos, solamente hay que recordar las guerras que están activas hoy, o la cantidad de ellas que han salpicado a la historia de la humanidad, donde incluso se ha buscado la aniquilación del otro; sin embargo, cuando hablo de cuestiones económicas referidos a grupos de animales, me refiero al sentido que tenía incluso entre nuestros antepasados homininos: el de gestionar el consumo necesario de proteínas y del resto de componentes precisos para su supervivencia diaria.

La violencia, como forma de relacionarnos con grupos adversarios o sociedades consideradas enemigas, nos ha acompañado en nuestra andadura evolutiva, y sigue inscrita en nuestra naturaleza biológica: los ejemplos en nuestra sociedad actual están a la orden del día. Pero, al mismo tiempo, aparece la solidaridad, la cooperación: evidentemente dentro del mismo grupo (rápido hacemos piña ante lo que consideramos un ataque desde otro externo); pero también somos muy dados a empatizar con el sufrimiento o padecimiento de miembros de otros grupos, incluso lejanos.  Este también es un rasgo potente en nuestra especie, inserto en nuestra biología.

Es conocida la anécdota de la antropóloga Margaret Mead. En una conferencia, ante la pregunta de un estudiante sobre cuál era el objeto más antiguo que determinaría el inicio de la civilización, respondió que no se trataba de un objeto o instrumento concreto elaborado, sino de un fémur con muestra de haber padecido una fractura, y que aparecía con ella solidificada. Dicho de otra manera, la aparición de la solidaridad y la colaboración es lo que nos hace personas.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

viernes, 19 de julio de 2024

EL RETO - 2. ¿Dónde somos?

 

Hace décadas, incluso siglos si hablamos del empirista Hume, que ya se propuso la no existencia de una naturaleza humana, que nos determine. Ese telos, esa finalidad hacia la que deberíamos tender y avanzar cada individuo, en tanto que pertenecientes a la especie humana, para actualizar las potencialidades con las que nacemos, hace mucho tiempo que además de ser cuestionada, fue abandonada. Consideramos hoy que a lo que se le ha denominado así durante siglos, no era más que un recopilatorio de aptitudes pero también actitudes, acciones y comportamientos estandarizados, generalizaciones filtrados las más de las veces por el tamiz de una visión eurocéntrica y occidentalista. Quizá nuestra característica más propia no deje de ser la que apuntó Heidegger para el dasein: ser abierto al mundo. Y, en consecuencias, como vengo defendiendo: siempre carentes.

De no existir una naturaleza humana que nos dirija en nuestro desarrollo, ¿cómo saber cuál debe ser nuestro progreso óptimo? ¿No hay, entonces, un criterio para distinguir entre las elecciones más adecuadas? Sin referencias, ¿“todo está permitido”, como anunció Dostoievski? Es más, ¿se puede hablar de “progreso” ante una especie cuyos individuos deben “quehacerse” -como proclamaba Ortega y Gasset- cada uno por su cuenta (dirigidos al menos por la razón vital)? ¿Habrá algún criterio común que nos permita establecer líneas delimitadoras de lo permitido o no, de lo que nos enriquece o empobrece, en nuestro inacabado “quehacer” constante?

A estas y otras cuestiones parecidas, que podemos resumir en cuáles son las condiciones en las que debe darse nuestra existencia en tanto seres carentes que somos para nuestro desarrollo más óptimo, les encuentro una explicación también muy sencilla. Pero, para desarrollarla volveré a los principios básicos de la física contemporánea, la de la relatividad. Teoría que, como ya comenté, se cimenta en la negación de marcos absolutos de referencia. No existe un marco único de referencia universal para determinar el movimiento de las partículas; sino que es la relación de esta con otras que están a su alrededor, la que lo determina. Sin embargo, sí que establece un límite al propio universo: la velocidad de la luz. Ninguna partícula con masa puede superarla: nada que tenga masa puede, en este universo nuestro, desplazarse a una velocidad mayor que la de la luz. Precisamente, por la correspondencia entre esta y aquella: porque la masa aumenta exponencialmente a medida que se acerca a tal límite, lastrando así cada vez más esa velocidad que pretende conseguir.

Esta interpretación relativista del universo la aplico al universo social y cultural humano. En forma de analogía, de la ciencia física se puede pasar a las ciencias sociales. Para comprender al ser humano o, mejor dicho: para entendernos todos y cada uno de nosotros, como personas que somos, debemos hacerlo desde la existencia de un marco relativo, que está siempre en continuo movimiento, y que no es otro que ese conjunto de personas con las que formamos grupos de diferente amplitud y con muy distintos objetivos. Su graduación y clasificación es muy amplia: yendo desde aquellos que son más próximos a nosotros (donde cabe el de la comunidad de vecinos, el del barrio, el del trabajo, el del equipo de futbol …); hasta esos otros más externos, en los que se conforman sociedades en sus diferentes niveles: poblacionales, provinciales, de comunidades autónomas, del propio país o de carácter supranacional. Diferentes ámbitos de un universo social, donde la posición de cada uno, su actividad y grado de complicidad siempre será determinada en función de la de los demás miembros.

Afirmo, pues, que el marco de referencia en el universo de las ciencias sociales son siempre los otros en conjunto, en tanto que con ellos comparto un espacio concreto social. Mi relación respecto a ellos es la que va a definir mi posición. Algo que, recíprocamente, afectará a un número concreto de ellos, dependiendo de las distintas interacciones y sus correlaciones. De ahí la importancia de que estas se den, y de que se desarrollen desde unas condiciones determinadas, dentro de los diferentes grupos que puedan conformarse.

Porque, el universo social también se encuentra dominado por un límite. Un límite, un determinante, que encauza cualquier acción, decisión, actitud o aptitud que una persona quiera desarrollar en tanto que constantemente debemos “hacernos” en perenne contacto con los demás. Si en el universo físico este es el de la velocidad de la luz, en el universo social no es otro que la posibilidad de la sociabilidad humana.

No existe una naturaleza humana predeterminada a la que se nos obligue a tender, caminar, progresar. Pero sí existe un condicionante para considerar oportuna una conducta; para estimar que una persona se está construyendo óptimamente; para elegir qué aptitud potenciar, qué valores fomentar y perseguir. La calidad y pervivencia de los grupos humanos, dentro de los cuales nos vemos obligados a desarrollarnos como personas, vienen determinados por ese límite: el de la posibilidad de la sociabilidad humana. Digamos que sería ese criterio desde el que dictaminar si las elecciones -en ese constante “hacernos” en el que vivimos-, son consideras como óptimas para el adecuado desarrollo de cada persona y de su entorno social.

No se trata de afirmar que todos somos seres sociales por naturaleza, y como la naturaleza es finalidad, debemos tender al desarrollo de la sociedad para actualizar nuestras potencialidades, como propuso Aristóteles desde su concepción teleológica. Sino de partir de un hecho ya comentado: nacemos y vivimos en un estado de carencia, que tenemos la posibilidad de ir restaurando desde el apoyo en los demás. Y esto no es una obligación, puesto que cada persona se realiza desde su libertad, sino que es una opción que se nos ofrece. Cuanto más nos apoyemos en todo aquello que desarrolla conductas de integración en un grupo, de respeto al otro, de cuidado del desvalido, de solidaridad frente a cualquier problema común o personal, más estaremos eligiendo por desarrollar unas aptitudes que favorezcan la mejor supervivencia del grupo, y por ende de sus componentes.

Pero, repito para que quede clara mi propuesta, esto es una decisión personal de cada individuo, de cada persona, de cada miembro de toda sociedad (sea del tipo o grado que sea), de cada ciudadano. Es una posibilidad que está en nuestro universo de posibles acciones, y está en manos de cada uno el decidir por cuál elegir: por eso los grupos y sociedades son diferentes, y por eso también dinámicos, con cambios continuados. Una posibilidad que, a su vez, recae en las sociedades como conjunto, porque desde las estructuras educativas y formativas pueden mostrar la diferencia que supone el optar por unos u otros, tanto para el beneficio o perjuicio del desarrollo personal como el de la propia comunidad.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0

jueves, 18 de julio de 2024

EL RETO - 1. ¿Qué somos?

 

¿Qué es ser persona?, me pregunto. Si la persona es algo, como de hecho lo es, quizá deberíamos poder reducirla a una definición que incluyese a todas y cada una de ellas. A los cientos de miles de millones que han existido, a los ocho mil millones de hoy en día, y los otros tantos cientos de miles de millones que -esperemos- seguirán poblando la tierra en siglos venideros. Sin olvidar sus muy diversas actividades, los más extravagantes deseos y extraños sueños que persiguieron, y las muy dispares metas conseguidas o por conseguir, que determinaron su forma de ser.

Una definición tan amplia es muy complicada de encontrar. Siempre van a aparecer elementos disonantes; notas con las que no todos estén de acuerdo; aspectos de la vida humana que, para unos se quedarán fuera, mientras que para otros serán determinantes y esenciales.

Teniendo en cuenta esta dificultad, y sabiendo que a una persona se la puede definir por lo que es, pero también por aquello que no es (nuestros enemigos también nos definen, nuestras no-elecciones también son una característica de nosotros como individuos), para aceptar una definición de qué sea el ser humano, me decanto por resaltar aquello que no tenemos. Asumo, pues, la idea de que, si somos algo, toda persona es un ser carente.

Como ocurre en otros campos y en la mayoría de las disciplinas humanas, la sencillez puede conseguir maravillas. Y en este caso, con solamente dos palabras: somos carentes, considero resuelto uno de los grandísimos interrogantes de la humanidad, y que durante siglos ha sido una pre-ocupación, una tarea no conclusa, llena de escollos y de problemáticas derivadas, con las que luego fue muy complicado lidiar.

Somos carentes porque nos faltan siempre cualidades por completar, por conseguir en diferentes grados. Y, sobre todo, porque ni nos damos a nosotros mismos la vida para existir, ni tampoco somos dueños de nuestra muerte, entendida como desaparición total. Procedemos de la interrelación de dos personas que resuelven (de alguna manera) unir sus destinos; o de la decisión libre de una mujer que decide ser madre de la forma que considere. Nuestra existencia, nuestra venida a este mundo, no está en nuestras manos: dependemos de las decisiones de otros, y así podríamos seguir ascendiendo e investigando en nuestro árbol genealógico. Somos, existimos, porque otros han querido que así sea.

Pero, lo mismo ocurre con la muerte. Tampoco somos libres para decidir sobre ella. Ni siquiera el que se suicida elige la muerte; ni tampoco lo hace quien, en un momento consciente y cabal de su existencia, solicita la eutanasia. Como mucho, podremos afirmar que la adelantan, que la programan. Porque, una vez que existimos, nadie puede elegir entre la vida y la muerte, en tanto que la muerte forma parte de la vida. Solo muere quien vive, quien existe. Y esto es un principio vital insalvable, tautológico. Pero es que, además, se da la circunstancia de que incluso tras nuestra muerte biológica, seguiremos existiendo durante varias generaciones (los más humildes), o durante siglos (las personas más insignes de nuestras sociedades) en el recuerdo que, de nosotros, guarden y revivan los demás. Y sobre esto, tampoco cada uno de nosotros tiene poder alguno.

Es una reflexión que, además de curiosa, me parece necesaria. Todo ser humano, en tanto que individuo concreto, ha dependido, depende y dependerá de otras personas. Es una relación de necesariedad respecto del prójimo, del próximo, del cercano, que es imposible de deshacer. Es, pues, un dato fehaciente el que siempre dependemos de los demás. Que somos y seremos seres en tanto que estamos en relación con otros, con los otros, ya sean familiares, amigos más o menos cercanos, compañeros, conciudadanos o simplemente seres humanos con los que compartimos en un momento determinado un espacio y un tiempo.

La teoría de la relatividad en física comienza al poner el énfasis en la nula existencia de un marco absoluto de referencia. Pues bien, considero que lo mismo ocurre en el campo de las ciencias sociales: de la antropología, la etnología, la sociología, la ética, la moral, la política, la psicología, … No hay un marco de referencia desde el que “ser, ser humano”; no existe una naturaleza humana previa de la que nos desgajemos nosotros, como pretendía aquel antiguo y metafísico principio de individualidad. No somos secciones individuales de un todo al que se llama humanidad. Sino más bien lo contrario: cada persona, en tanto que ente singular y concreto, se constituye, se construye y se realiza constantemente, día a día, decisión a decisión. Eso sí, desde el límite insalvable, constituida como constante dentro del mundo de las ciencias sociales, de la sociabilidad humana: todo acontece en el ser humano, desde su mismísimo nacimiento hasta su propia muerte, en contacto con el otro, con el próximo, con los demás.

Un contacto que le permite a cada persona ir descubriendo eso que está siendo ahora, o lo que le gustaría llegar a ser. Además, desde ese movimiento en construcción constante es capaz de valorar las actitudes y comportamientos de los otros, los pensamientos y las acciones de quienes le rodean. Y así, calcular a su vez sus propias elecciones, calificar sus consecuencias, y proponerse metas a futuro que, según su perspectiva, puedan mejorar el desarrollo de la construcción constante como persona concreta e individual que es; así como optimizar las múltiples esferas sociales en las que cada uno desarrolla su propia existencia.

 

Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0


EL RETO - 10. El cruel septuagenario siglo XX (y2)

  2. La intolerancia como origen de los conflictos La zona designada como los Balcanes ha sido refugio de pueblos muy diversos a lo largo ...