En el
capítulo 3 puse de manifiesto nuestra condición de primates sociales,
que debemos aceptar si realmente pretendemos entender nuestro actuar diario, en
tanto que individuos pertenecientes a sociedades de diferentes tipos y grados. Aspecto
que, además, considero indispensable si se quiere encontrar una ética que
organice ese actuar desde principios universales.
Como
tales, y tras un caminar evolutivo de seis millones de años, cada persona lleva
una carga genética que condiciona su desarrollo fisiológico a lo largo de toda la
existencia. Algunos de esos rasgos los compartimos con el resto de primates,
más o menos cercanos, incluso con otros mamíferos. Nuestros cerebros, con una
complejidad importante en ellos, fruto también de ese proceso evolutivo, tienen
una semejante arquitectura interna. De ahí que respondamos de una forma muy
parecida ante los acontecimientos que nos sobrevienen en nuestra vida diaria.
El dolor, el miedo, la angustia, la tristeza, la alegría, … son emociones y
sentimientos que brotan en circunstancias similares en los primates, pero
también entre los mamíferos. Incluso la consciencia es un rasgo
que se da en muchos de ellos: esa capacidad de reconocerse como individuos, diferentes
al mundo en el que se vive, distintos de los objetos que contiene, frente a
ellos y a los demás, con la posibilidad de tomar decisiones intencionales cuyas
consecuencias -de forma directa o indirecta- les pueden afectar.
Sin
embargo, los primates humanos poseemos un cerebro más encefalizado, con un
lóbulo prefrontal dedicado a pensar; a valorar situaciones para elegir qué
respuesta concretas dar en cada momento; a derivar posibles consecuencias
futuras de realizar una acción o acciones determinadas; a deducir juicios
nuevos poniendo en relación diferentes evidencias o ideas; a tomar decisiones
que el sujeto considera más oportunas en ese momento concreto; a establecer y
reconocer la aceptación de normas o decidir voluntariamente su no cumplimiento,
…
Seguimos
siendo territoriales y jerárquicos. Gustamos de marcar aquello que consideramos
nuestro, resaltando que es nuestra posesión, y delimitando el acceso de
los demás; defendemos denodadamente a familiares o amigos más cercanos;
reconocemos la jerarquía, pero también imponemos la nuestra; realizamos ritos
de cortejo para acceder sexualmente a quienes nos atraen, … El desarrollo de
nuestra cultura nos ha llevado a tan altos niveles en la creación y uso de la
tecnología, que llegamos a considerarnos como seres alejados del mundo natural:
aunque, curiosamente, reproducimos en ella los mismos caracteres biológicos con
los que la naturaleza nos determina. No solamente en la vertiente de los video
juegos o en el de las redes sociales, que serían los ejemplos más obvios; sino,
también, en la manera de diseñarla, y en la de organizar internamente la
información de la que se vale para su funcionamiento.
Somos primates
humanos muy encefalizados, que no solamente poseemos la consciencia de
nuestro existir, de nuestra propia vida como diferente frente a todo lo que nos
rodea: el sabernos distintos a todo y a todos los demás, y con capacidad de
acción. Sino que somos conscientes de que el resto de personas poseen también
esa consciencia de sí mismos. Apareciendo de esta forma una meta-consciencia,
si se me permite denominarla así, que nos hace considerar a los otros también como
individuos con entidad y posibilidad de acción propia, cuyas decisiones y
actuaciones pueden afectar de diferentes maneras a los demás, o al medio.
Una meta-consciencia
que -en último término-, remite al ámbito de la responsabilidad en las acciones
de cada sujeto. Como somos conscientes de que todos -salvo enfermedad que lo
impida- nos sabemos diferentes a la realidad y a los otros, con capacidad de
tomar decisiones y llevar a cabo acciones que pueden que afecten a los demás y
al propio medio, entonces aparece la responsabilidad (que ya no
pertenece al ámbito de la consciencia, sino al de la conciencia moral).
Hay
que tener en cuenta que no existe ninguna red neuronal en el cerebro donde resida
la responsabilidad moral como tal. Esta surge siempre de las relaciones
que establecemos conscientemente con los demás. Es desde el
reconocimiento de la existencia individual y personal de los otros, otorgándoles
la misma entidad con la que cada sujeto se reconoce a sí mismo como diferente a
todo y a todos, de donde nace mi responsabilidad en los actos que realizo. Es,
si se quiere, una consecuencia de nuestro cerebro social, de esa consciencia
de la consciencia, y aparece en las personas desde el prístino reconocimiento del otro.
Todo
esto nos conduce de nuevo al pensamiento de Aristóteles quien, al señalar a la
ciudad, a la sociedad (a la polis), como el hábitat natural del ser humano,
percibió la necesidad de establecer límites en nuestras acciones. Las personas
buscan su mejor desarrollo, pero los intereses son diferentes en cada una, y
cambian dependiendo de la situación en la que se encuentren. La sociedad se
convierte en un conflicto de intereses constante y continuo, tanto entre sus
individuos como entre los muy dispares grupos que la constituyen, donde cada
cual lucha por conseguir lo que considera propio o que se merece: y, las más de
las veces, al precio que sea. Pero si, tal como la entendió el estagirita, se
trata del hábitat propio del ser humano, el único lugar en el que puede convertirse
en persona desarrollando sus potencialidades, habrá que encontrar la manera
de organizar la convivencia, de poner límites para encauzar las
acciones que conlleven la realización de las personas, y no su aniquilación.
Así, de la mano de Aristóteles, se alumbra una de las disciplinas más
importantes y definitorias de la humanidad: la ética (de la que
hizo depender la política).
Su
función es establecer, por una parte, los principios adecuados que canalicen el
comportamiento de todos los miembros de la sociedad, para contribuir a que
mantengan una convivencia lo más enriquecedora posible, evitando conflictos y
luchas cainitas que puedan acabar con el grupo social. Apela, así, al concepto
de virtud, es decir: a determinar qué tipos de actos son los propiamente
humanos, los que realizándolos -bien por el hábito o la práctica, bien porque
así lo vislumbramos racionalmente-, nos acercan más al comportamiento de las
personas y nos alejan de la animalidad (o nos diferencian de las divinidades)[1]. Y, por otra, identificar
la consecución de ese objetivo (bien máximo o bien supremo), con el que cada
persona que lo integra parece vivir en un estado de felicidad de mayor durabilidad.
La
ética, pues, tiene su origen remoto en esa consciencia de la consciencia,
porque -en tanto que los otros son reconocidos por cada sujeto también como personas
independientes de la realidad, con capacidad de actuar intencionalmente sobre
ella-, provoca que cada sujeto en concreto tenga que responsabilizarse de sus
actos ante ellos. Momento en el que comenzará a desarrollarse la conciencia
moral, uno de los elementos definitorios que configuran lo que he
denominado el cerebro social.
Ya se
ha mencionado cómo la solidaridad y la compasión
nos hacen ser personas, ser seres humanos, diferentes del resto de primates, y
de algún otro mamífero en especial (como los delfines, aunque sobre estos
seguimos a la espera de estudios definitivos). Es cierto que, dentro de sus grupos
sociales, aparecen conductas que calificaríamos de solidarias y compasivas con
respecto a los demás. Lo que ocurre es que no son frecuentes, y si lo son están
realizadas hacia miembros con los que el sujeto está directamente emparentado. Pues
bien, detectar esos comportamientos que favorecen la convivencia, promoverlos
entre los miembros de la sociedad, mantenerlos en el tiempo y proyectarlos a
futuro enseñándoselos a las nuevas generaciones, es la función fundamentad de
la ética, ese invento aristotélico.
Sin
embargo, la historia de la evolución humana, su prehistoria más lejana y su
historia más reciente, están fundamentadas en la lucha por la territorialidad y
la jerarquía. Los diferentes homininos se enfrentaron tan encarnizadamente entre
ellos, como luego lo hicieron los pertenecientes al linaje homo: los grupos de
homo sapiens, además de relacionarse con los neandertales y generar una
hibridación que genéticamente hemos heredado, combatieron por su hábitat hasta
eliminarles.
Las
guerras han acompañado al homo sapiens desde antes de existir como tal, y se
han mantenido entre sus grupos tras mostrarse como la estirpe homo imperante. La
prueba la tenemos a día de hoy en las crueles guerras que se mantienen vivas en
territorios tan dispares como, por ejemplo, el de Ucrania o el de Palestina. De
ahí que, visto desde la perspectiva evolutiva, no podamos hablar de poblaciones
nativas en los diferentes puntos del planeta, porque toda su ocupación por el
homo sapiens ha sido fruto de corrientes migratorias: provocadas por luchas,
por guerras, por deterioro del hábitat, por la presión de la cultura dentro de
los grupos humanos, por glaciaciones, ...
Evidentemente,
todos los asentamientos humanos tienen una cronología. Se puede datar desde
cuando comenzaron a serlo y hasta cuando lo fueron, y por quienes. Pero ello no
conlleva que, quienes lo poblasen, fuese poblaciones autóctonas. Primero,
porque evolutivamente lo que con ese concepto se quiere manifestar, nunca ha
existido. Segundo, porque son muchos los lugares que fueron elegidos
consecutivamente, no solo por grupos humanos diferentes, sino incluso con una
concepción de la realidad opuesta, con una cultura muy distinta. Por tanto, una
cosa es la cronología de los asentamientos, y otra la existencia de una
población autóctona. Solamente considero con cierto sentido utilizar el
concepto de poblaciones autóctonas, siempre que se las sitúe correlativamente al
periodo temporal en que ocuparon ese asentamiento.
Tal
como mantuve en el capítulo primero, somos una especie que hemos sobrevivido
gracias a la mezcolanza genética y cultural, por tanto, no podemos querer
encontrar “lo puro” en ella: porque ni existe ni ha existido nunca. Ello
no es más que un mero artificio abstracto, una quimera intelectual, a la que
apelan quienes quieren marcar la diferencia con respecto a otras personas, a
otros grupos sociales o entre distintas culturas.
La
búsqueda de una ética que canalice la convivencia dentro de los grupos sociales
humanos, siempre opacada por la lucha presente en ellos desde esos instintos de
territorialidad y jerarquía impresos en nuestra genética, es la respuesta que
da el ser humano desde aquella intuición primigenia en la que consigue
vislumbrar la consciencia de que todos tenemos consciencia.
Eugenio Luján Palma – Filósofo Esta obra está bajo licencia CC BY-NC-ND 4.0
[1] “De todo esto es
evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por
naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es
o un ser inferior o un ser superior al hombre. Como aquel al que Homero vitupera:
`sin tribu, sin ley, sin hogar´; porque el que es tal por naturaleza es también
amante de la guerra, como una pieza asilada en el juego de damas.” Aristóteles:
Política, Trad., intr. y notas Manuela García Valdés, Biblioteca Clásica
Gredos, libro I, cap. 2, 9-10, p. 50.